Este lunes
nos despertábamos con una desagradable noticia, la muerte de David Bowie. A día
de hoy no creo que quede nadie en el planeta que no se haya enterado y pocos
hay que no le hayan mencionado o citado, amén de los homenajes en redes
sociales, sinceros algunos y, como siempre, auspiciados por el postureo otros
muchos. Allá cada cual con sus circunstancias. Espero que a muchos de esos que
ahora se declaran fans incondicionales del artista nadie les pregunte por tres
títulos de temas del Duque Blanco, no vaya a ser que a la mente sólo les vengan
canciones de electro latino.
Los que me
seguís desde hace algún tiempo ya sois conocedores de que no sólo la literatura
es una de mis pasiones. La música es otra de ellas (tengo algunas más y no podría
quedarme con una sola) y por eso, como amante de la música, hoy escribo con
tristeza. Estoy seguro de que Simona ahora mismo está llorando sin consuelo. Los que halláis leído Sábado Noche en la Galaxia sabréis a qué me estoy refiriendo.
David Bowie
ha muerto y, en parte, no he podido evitar enfadarme con él. Me explico. Bien sabéis que procedo de esa
época loca y colorista que eran los ochenta. Ahí crecí y me formé tal y como
soy hoy. Eran muchos mis héroes musicales, todos ellos rebeldes, provocativos,
diferentes y, eso creía yo, inmortales. Parecían eternos, como si siempre fuesen
a estar ahí. Y ahora me encuentro en la situación de tener que asumir que, uno
tras otro, están desapareciendo llevándose consigo un pedacito de mi propia vida. Y la cosa irá a más, está claro.
Como he
leído en alguna parte, parece que empieza a haber mejores músicos en el Cielo
que en la Tierra. No me gustaría sonar como un carca o como alguien víctima de
una madurez que todavía no tengo, pero creo que estoy de acuerdo con la frase,
al menos en parte. Y es que estamos hablando de una generación de artistas que
hacían aquello que les salía del alma, que encontraban en la música la forma de
sacar sus fantasmas interiores, sus ideas, sus pensamientos. Cierto que eso
ocurre también hoy en día, hay grandísimos intérpretes, pero sólo accesibles
para un público minoritario. Ahora las masas se pierden por cantantes de fama
con fecha de caducidad, sacados a la palestra para satisfacer diversos
intereses de mercado, dejando el arte olvidado en la mayoría de los casos.
¿Hablaremos dentro de cincuenta años de Katy Perry? Creo que la respuesta es
una apuesta segura.
Supongo que
los músicos en el planeta podrán contarse por millones. De ellos, unos cuantos
podrán presumir de talento y especial facilidad para transmitirnos emociones a
través de sus canciones, pero sólo unos pocos son los elegidos, capaces de convertir
la música en algo más, algo que trascienda al tiempo y las generaciones. David
Bowie era uno de esos. La música de las últimas décadas no puede entenderse sin
su presencia.
Son muchas
las cosas dichas sobre Bowie. Su capacidad de reinvención, sus diferentes
personajes, su osadía musical, su mirada bicolor, su forma de mezclar música y
arte, sus películas, su liderazgo en el glam de los setenta… Es tanto lo que
este hombre nos deja.
En mi caso
recuerdo haber conocido de crío a Bowie con su tema “Let’s Dance”. Tal vez
hubiese escuchado algo suyo antes, pero fue esta canción la que me llamó la
atención. Lo hizo por su elegante ritmo, no por la letra, pues en aquella época
mi conocimiento del inglés era nulo. Recuerdo también quedarme tonto mirando en
la tele las imágenes del video clip, con aquel par de adolescentes aborígenes
luchando contra símbolos del la cultura imperialista de Occidente. Eso lo sé
ahora, entonces para mí sólo se trataba de una pareja que no sé qué lío se
traía con unos zapatos rojos mientas David Bowie tocaba con su banda en un bar
australiano. Yo no pillaba el mensaje contra la opresión aunque, sin saberlo,
podía experimentarlo cada vez que bailaba la canción en mi cuarto.
Años
después, siendo ya adolescente, solía ser costumbre ahorrar las pagas semanales
para gastármelas luego en discos y libros. Y una de mis adquisiciones por aquel
entonces fue un recopilatorio del Duque Blanco. Así descubrí temas emblemáticos
como “Space Oddity”, “Changes”, “Rebel Rebel” o “Heroes”. Pero la música no fue
el único descubrimiento.
Como
inadaptado que era, siempre sintiéndome como un extraterrestre, primero en el
colegio y luego en el instituto, descubrí que ser un raro no estaba tan mal. De
hecho, molaba bastante. No fue Bowie el único que me lo enseñó, pero sí uno de
los primeros.
A otros
niveles, en el que aquí nos ocupa, el de la creación o arte o literatura,
encontré algo más que me ha calado muy hondo y es la capacidad del artista para
crear un personaje a partir de sí mismo y de utilizar diferentes formas
artísticas para entretener. Si se puede aplicar a la música, ¿por qué no a la
literatura? Lo sé, mi ego no conoce límites. ¿Ahora pretendo ser el Bowie de la
escritura? Tal vez no me estéis comprendiendo… tal vez sí.
Lo que sí
entenderéis sin duda es lo que ahora voy a contar, mi última experiencia con
Bowie. Ha sido hoy mismo. Esta tarde estaba en una tienda de ropa, rebuscando
entre cazadoras, camisetas y pantalones cuando uno de sus temas más famosos
comenzó a sonar. Así, por lo bajo, me puse a canturrear la canción mientras me
paseaba entre estantes y percheros, cuando pasé junto a una chavalilla que
curioseaba entre una pila de vestidos. Si nos hubieseis visto juntos, enseguida
habríais adivinado lo que teníamos en común. Nada. Ni edad, ni estilo, ni indumentaria…
Nada había entre nosotros que sirviese para hermanarnos. Nada excepto una única
cosa. Ella también canturreaba la canción. Al pasar el uno al lado del otro y oírnos
ambos cantar no pudimos evitar mirarnos. Y entonces esa completa extraña y yo,
conectados, nos dedicamos sendas sonrisas cómplices. Fueron sólo un par de
segundos, pero suficientes para, gracias a “Starman”, reafirmarme en mi idea de
que esa magia, la de la música y el arte en general, existe.
Gracias,
Bowie. Hoy, más que nunca, hay un hombre de las estrellas esperando en el cielo…