jueves, 14 de enero de 2016

UN HOMBRE DE LAS ESTRELLAS

Este lunes nos despertábamos con una desagradable noticia, la muerte de David Bowie. A día de hoy no creo que quede nadie en el planeta que no se haya enterado y pocos hay que no le hayan mencionado o citado, amén de los homenajes en redes sociales, sinceros algunos y, como siempre, auspiciados por el postureo otros muchos. Allá cada cual con sus circunstancias. Espero que a muchos de esos que ahora se declaran fans incondicionales del artista nadie les pregunte por tres títulos de temas del Duque Blanco, no vaya a ser que a la mente sólo les vengan canciones de electro latino.
Los que me seguís desde hace algún tiempo ya sois conocedores de que no sólo la literatura es una de mis pasiones. La música es otra de ellas (tengo algunas más y no podría quedarme con una sola) y por eso, como amante de la música, hoy escribo con tristeza. Estoy seguro de que Simona ahora mismo está llorando sin consuelo. Los que halláis leído Sábado Noche en la Galaxia sabréis a qué me estoy refiriendo.

David Bowie ha muerto y, en parte, no he podido evitar enfadarme con él.  Me explico. Bien sabéis que procedo de esa época loca y colorista que eran los ochenta. Ahí crecí y me formé tal y como soy hoy. Eran muchos mis héroes musicales, todos ellos rebeldes, provocativos, diferentes y, eso creía yo, inmortales. Parecían eternos, como si siempre fuesen a estar ahí. Y ahora me encuentro en la situación de tener que asumir que, uno tras otro, están desapareciendo llevándose consigo un pedacito de mi propia vida. Y la cosa irá a más, está claro.
Como he leído en alguna parte, parece que empieza a haber mejores músicos en el Cielo que en la Tierra. No me gustaría sonar como un carca o como alguien víctima de una madurez que todavía no tengo, pero creo que estoy de acuerdo con la frase, al menos en parte. Y es que estamos hablando de una generación de artistas que hacían aquello que les salía del alma, que encontraban en la música la forma de sacar sus fantasmas interiores, sus ideas, sus pensamientos. Cierto que eso ocurre también hoy en día, hay grandísimos intérpretes, pero sólo accesibles para un público minoritario. Ahora las masas se pierden por cantantes de fama con fecha de caducidad, sacados a la palestra para satisfacer diversos intereses de mercado, dejando el arte olvidado en la mayoría de los casos. ¿Hablaremos dentro de cincuenta años de Katy Perry? Creo que la respuesta es una apuesta segura.
Supongo que los músicos en el planeta podrán contarse por millones. De ellos, unos cuantos podrán presumir de talento y especial facilidad para transmitirnos emociones a través de sus canciones, pero sólo unos pocos son los elegidos, capaces de convertir la música en algo más, algo que trascienda al tiempo y las generaciones. David Bowie era uno de esos. La música de las últimas décadas no puede entenderse sin su presencia.
Son muchas las cosas dichas sobre Bowie. Su capacidad de reinvención, sus diferentes personajes, su osadía musical, su mirada bicolor, su forma de mezclar música y arte, sus películas, su liderazgo en el glam de los setenta… Es tanto lo que este hombre nos deja.
En mi caso recuerdo haber conocido de crío a Bowie con su tema “Let’s Dance”. Tal vez hubiese escuchado algo suyo antes, pero fue esta canción la que me llamó la atención. Lo hizo por su elegante ritmo, no por la letra, pues en aquella época mi conocimiento del inglés era nulo. Recuerdo también quedarme tonto mirando en la tele las imágenes del video clip, con aquel par de adolescentes aborígenes luchando contra símbolos del la cultura imperialista de Occidente. Eso lo sé ahora, entonces para mí sólo se trataba de una pareja que no sé qué lío se traía con unos zapatos rojos mientas David Bowie tocaba con su banda en un bar australiano. Yo no pillaba el mensaje contra la opresión aunque, sin saberlo, podía experimentarlo cada vez que bailaba la canción en mi cuarto.
Años después, siendo ya adolescente, solía ser costumbre ahorrar las pagas semanales para gastármelas luego en discos y libros. Y una de mis adquisiciones por aquel entonces fue un recopilatorio del Duque Blanco. Así descubrí temas emblemáticos como “Space Oddity”, “Changes”, “Rebel Rebel” o “Heroes”. Pero la música no fue el único descubrimiento.
Como inadaptado que era, siempre sintiéndome como un extraterrestre, primero en el colegio y luego en el instituto, descubrí que ser un raro no estaba tan mal. De hecho, molaba bastante. No fue Bowie el único que me lo enseñó, pero sí uno de los primeros.
A otros niveles, en el que aquí nos ocupa, el de la creación o arte o literatura, encontré algo más que me ha calado muy hondo y es la capacidad del artista para crear un personaje a partir de sí mismo y de utilizar diferentes formas artísticas para entretener. Si se puede aplicar a la música, ¿por qué no a la literatura? Lo sé, mi ego no conoce límites. ¿Ahora pretendo ser el Bowie de la escritura? Tal vez no me estéis comprendiendo… tal vez sí.
Lo que sí entenderéis sin duda es lo que ahora voy a contar, mi última experiencia con Bowie. Ha sido hoy mismo. Esta tarde estaba en una tienda de ropa, rebuscando entre cazadoras, camisetas y pantalones cuando uno de sus temas más famosos comenzó a sonar. Así, por lo bajo, me puse a canturrear la canción mientras me paseaba entre estantes y percheros, cuando pasé junto a una chavalilla que curioseaba entre una pila de vestidos. Si nos hubieseis visto juntos, enseguida habríais adivinado lo que teníamos en común. Nada. Ni edad, ni estilo, ni indumentaria… Nada había entre nosotros que sirviese para hermanarnos. Nada excepto una única cosa. Ella también canturreaba la canción. Al pasar el uno al lado del otro y oírnos ambos cantar no pudimos evitar mirarnos. Y entonces esa completa extraña y yo, conectados, nos dedicamos sendas sonrisas cómplices. Fueron sólo un par de segundos, pero suficientes para, gracias a “Starman”, reafirmarme en mi idea de que esa magia, la de la música y el arte en general, existe.

Gracias, Bowie. Hoy, más que nunca, hay un hombre de las estrellas esperando en el cielo…



viernes, 1 de enero de 2016

QUÉ NOCHEVIEJA LA DE AQUEL AÑO (EL 2015 PARA SER EXACTOS)

                 Pues ya está, ya ha pasado. Se acabó la Nochevieja y ya estamos saboreando las primeras horas de este 2016. ¿Y qué es lo que nos han traído esos primeros instantes? Pues de momento aceras llenas de cacas de perro y vomitados de borrachos. Pero no importa, la noche ha sido la caña, ¿verdad? Comilonas, música, fiesta y alcohol, sobre todo eso, cantidades ingentes de alcohol. ¿Habéis tenido de eso? Yo sí, por supuesto, pero no en el modo que imagináis. Es cierto, he estado en una fiesta de Nochevieja; lo malo es que yo era el camarero. Sí, algunos lo sabéis, otros no. Trabajo como camarero, ¿de dónde si no habría sacado un material tan suculento para escribir PLATO FRÍO?
                La cuestión es que la Nochevieja no es algo que yo vea como una de esas fechas que rodeas con un corazón en el calendario, pero puestos a elegir, creo que es mejor ser uno de los borrachos que uno de los que tiene que soportar a los borrachos. Pero esto es lo que hay, mistercitos. Un chico tiene que hacer algo para comer y esto es lo que me ha tocado… de momento.
                La noche comenzó más o menos bien, con los asistentes a la fiesta accediendo embutidos en sus mejores galas, lo cual, en muchos de los casos no quiere decir que fuesen estupendos, es que no tenían nada mejor que ponerse. Y ahí estábamos, mis compañeros y yo, con nuestro eterno atavío en blanco y negro, acompañándoles a sus mesas, aunque por mí, encantado les hubiese llevado directamente a la puerta de salida.
                La hora prevista para el comienzo de la cena eran las nueve y media, pero claro, esto es España, mistercitos, y está visto que esos enormes relojes de pulsera tan de moda se llevan para presumir y punto. Lo de consultarlos, mejor otro día. En resumen, que a la hora de empezar todavía había mesas reservadas esperando a sus integrantes. ¿Y los integrantes? Pues aunque suene intrigante ¡vaya usted a saber!
                Se me viene a la cabeza ahora, no sé por qué, una canción de Kylie Minogue, On A Night Like This (En Una Noche Como Esta). Pues eso, en una noche como esta todo ha de estar milimetrado, es bueno servir a todos los comensales al mismo tiempo y asegurarte de que todo va según lo previsto. De lo contrario, te darán las uvas, nunca mejor dicho, y en el momento de las campanadas te verás más perdido que Taylor Swift en un vídeo de Marilyn Manson. Así pues, este tipo de retrasos por parte de los clientes no sólo son mala educación, son una jodienda que te cagas. ¿Pero vamos a cortarnos las venas por ello? Pues no; en mi caso, con mucho gusto habría tenido a la gente esperando hasta que llegasen los rezagados. A buen seguro ellos habrían sido el plato principal y asunto concluido, pero claro, yo no mando, así que comenzamos a servir la cena. Aperitivo, entrante, primer plato de pescado, segundo de carne y… aquí fue cuando llegaron los ausentes, alcoholizados hasta las cejas.
                No pude evitar cierto sentimiento de pena por la compañera que les acompañó a su mesa, casi llevándoles de la mano para que no se perdiesen por el camino. Como si fuese tan difícil identificar su mesa. ¡La única vacía, coño! Pero claro, en el estado en el que se presentaron supongo que les resultaba complicado hasta identificar a la persona que tenía al lado, que incluso a Robert Downey Jr. en sus peores momentos se le veía más centrado. En fin, lo traumático de todo el asunto fue ver a la gente de cocina tratando de sacar el aperitivo de estas diez personas cuando toda su concentración estaba depositada en sacar los postres para los ciento cincuenta y siete restantes. Ahí es cuando el plan previsto se va al garete, porque el cliente siempre tiene la razón, porque aunque la cena comenzase a las nueve y media y ellos se presentasen a las once y diez, porque aunque lo que se merecerían fuese que se les sirviesen todos los platos atrasados juntos y fríos, lo cierto es que ellos también habían pagado por su cena, así que a poner la mejor cara posible y a tratar de que se vayan contentos, pero sin descuidar los dulces del resto.
                Tras el postre, el café y el cava (aquí los borrachos todavía trataban de que no se les cayesen los cubiertos de la mano para poder comer la carne) vino el reparto de las uvas. ¡Y todo listo para celebrar la entrada del nuevo año! Las grandes pantallas de la sala se encendieron y, a través de ellas, pude por un momento soñar que estaba en un lugar mejor. En la Puerta del Sol concretamente, borracho yo también, como los diez retrasados, y brincando a lo Ana Torroja.
                No sé vosotros, mistercitos, pero yo estoy convencido de que el ser humano es protestón por naturaleza. Yo, al menos, lo soy. Supongo que si esta noche los empleados no hubiésemos podido comer las uvas como el resto de los mortales, yo me habría sentido indignado. Pero no ha sido el caso, los camareros podrán estar en lo más bajo de la lista de los más infravalorados gremios, pero comen uvas como el que más. Así que ahí teníamos nuestras bolsitas con los verdes frutos de la suerte. ¿Me he sentido satisfecho por ello? ¡POR DIOS, NO! Tal vez haya sido por esa sensación de ser un  mono de feria al tener que comerlas delante de todo el mundo y alzar la copa brindado por la suerte de todos esos sentados delante de ti. Vamos, que por un momento me vi a mí mismo en el resort aquel de la película DIRTY DANCING haciendo el moñas junto a la clientela. Tal vez sea que soy un quisquilloso, no lo sé, pero es que si tengo que dar espectáculo, me gusta que sea mi espectáculo, no el que nadie decide para mí.
                Supongo que pensáis que aquí concluye la narración de los hechos. ¡Os equivocáis! ¡Del todo! Aquí comienza la fiesta propiamente dicha. Y es que ¿qué sería de la Nochevieja sin la fiesta posterior?
                Ni bien ha terminado uno de retirar las tazas de café de las mesas cuando ya hay que irse a la barra para que el personal beba, porque no, todo el vino, cerveza y cava que ha corrido hasta el momento no ha sido suficiente. Y ahí sí, los diez retrasados eran los primeros. Cuestión de prioridades, supongo.
                Es en situaciones como esta en las que se ve muy a las claras la poca capacidad que las personas tienen para empatizar con sus semejantes. Porque sí, lo entiendo, ellos están ahí para divertirse, pero nosotros estamos trabajando y, en la mayoría de los casos no por elección propia. Para que se me entienda, resulta mucho más atractiva la idea de pasar la noche con familia y amigos que viendo como, con el transcurrir de la noche, los rostros de nuestros clientes van transformándose hasta el punto de hacerme sentir como Rick Grimes defendiéndose de una horda de zombis en THE WALKING DEAD. Vale que los míos no muerden, pero poco les falta. ¿Qué te queda cuando a una persona le quitas la serenidad, la educación, el saber estar y las ganas de divertirse de forma sana? Pues eso, una sombra muy siniestra de lo que ese mortal es en circunstancias normales. Así transcurren las horas, horas en las que el cansancio aumenta de forma inversamente proporcional a como la paciencia disminuye.
                Y ya, cuando la gente está de vuelta todo, entonces sí, eres tú el que les persigue a ellos con las sopas de ajo primero y con los churros y el chocolate después. Y claro, digo yo, ¿por qué razón tengo que tratar de convencer a gente adulta, por muy ciega que vaya, de que prueben algo que no les apetece? La respuesta no la tengo, pero sí las consecuencias. Un hombre, no precisamente un jovencito, me rechazó el chocolate de la mejor forma posible en estos casos. Con un manotazo. ¿Alguna vez habéis sentido el chocolate caliente recién hecho corriendo por vuestro pecho? Bueno, pues yo ahora ya sí. Creedme, no os lo recomiendo.
                Así que ahora aquí estoy, en casita, estrenando el año, escribiendo para vosotros y con una mancha roja en el pecho. Si al menos me hubiese caído en la cara ahora me miraría al espejo y vería a Freddy Krueguer, lo cual estaría bastante bien, pero no es el caso. No parece que vaya a quedarme una marca permanente. De momento, como tengo un punto masoquista, me la toco de vez en cuando, no demasiado fuerte, sólo lo justo para que escueza… y me gusta.
                Aquí el que no disfruta es porque no quiere.
               

                FELIZ AÑO, MISTERCITOS!!!