Nº 37



Algo bastante habitual cuando se trabaja en un restaurante, en una cafetería o un bar es que, en muchas ocasiones, el trabajador se vea obligado a pasar de cero a cien en cuestión de minutos. Es por eso que cuando uno tiene este tipo de empleo no puede nunca dar nada por sentado ni relajarse. Es como si un autobús descargase a la puerta del negocio; hay quien incluso podría pensar que la gente se queda esperando en la calle, escondida detrás de los coches, a ser el número suficiente de comensales para entrar todos a la vez y volver loco al personal. 
En eso, el Innuendo era igual a los demás establecimientos de la ciudad. Concretamente ese viernes, el reloj marcaba la una y media del mediodía y podían contarse con los dedos de una mano el número de clientes presentes. A las dos menos veinticinco sólo quedaban la mitad de las mesas disponibles y a las dos menos cuarto todas estaban ocupadas, a excepción de la reservada para treinta personas.
Victoria, Nico y Elisabeth estaban acostumbrados ya a este tipo de situaciones y una perfecta organización entre ellos hacía que todo marchase más o menos bien. Viéndoles trabajar cualquiera pensaría que todo estaba perfectamente controlado aunque la realidad era que, en muchos de los casos, ni siquiera ellos mismos sabían cómo iban a salir al paso de todo el trabajo que se les podía acumular en cuestión de minutos. Aquel viernes estaba siendo exactamente así. Un montón de mesas por atender, clientes con prisa, esperando comer en poco tiempo sin reparar en el hecho de que cuando todos llegan a la vez resulta bastante complicado hacer que el servicio se acelere.
Victoria tenía a su cargo un tercio de las mesas, Nico otro tanto y Elisabeth el resto. No hubo sobresaltos. No hasta que un caballero de unos cincuenta años, alto, ataviado con un traje visiblemente caro y con el semblante serio cruzó la puerta de entrada. En seguida Daniel le recibió dándole la bienvenida.
–Tengo una mesa reservada a mi nombre –anunció el hombre.
–¿Y usted es? –preguntó Daniel.
–El señor Lombardía.
–Oh, por supuesto. La mesa grande. Sígame por favor.
Los dos cruzaron el restaurante hasta el lugar en el que la portentosa mesa estaba dispuesta y lista para ser ocupada. El hombre echó un rápido vistazo y su rostro no tardó en ensombrecerse. Daniel captó ese detalle al instante y, justo cuando iba a preguntar al cliente por el motivo de su reacción,  quiso morir al ver la gente que les seguía. El encargado contó por alto. Cinco, quince, veintitrés, treinta y uno, treinta y ocho, cuarenta y dos… No podría decir cuántas personas eran la que se encontraba allí exactamente, pero lo que sí era seguro es que rebasaban los treinta con mucho.
–Perdóneme por la pregunta pero, ¿cuánta gente viene con usted?
–Cuarenta y siete personas –contestó el hombre irguiéndose y escrutando al encargado, en espera de su respuesta ante lo que resultaba ser un problema más que evidente.
–Discúlpeme un instante –la voz de Daniel era un hilillo vibrante.
El encargado dirigió sus pasos agitados hasta el atril a la entrada del restaurante, se hizo con el libro de reservas y al tiempo que volvía hacia la mesa grande, leía una y otra vez: “Señor Lombardía. 14:00 hrs., treinta personas”. “Treinta personas”. “Treinta personas…”
El hombre clavó la mirada en Daniel esperando una explicación convincente sobre aquel fallo inadmisible.
–Creo que ha tenido que haber algún tipo de malentendido –apuntó un nervioso Daniel–. La reserva que aquí figura es para treinta personas.
–Por supuesto –le espetó el señor Lombardía–. Treinta personas son las que estaban previstas cuando llamé por primera vez para encargar la mesa. Cuarenta y siete es la cifra definitiva.
–Pero la reserva es para treinta personas–. Daniel no entendía bien lo que estaba pasando–. Treinta. Aquí lo pone bien claro. Usted debería habernos informado del cambio.
El hombre apretó los labios, miró un instante al techo y volvió a hablar.
–De hecho lo hice. El pasado martes llamé avisando de que el número de comensales había aumentado hasta los cuarenta y siete.
Daniel pudo sentir entonces una apremiante sensación de vértigo, algo así como lo que experimentaría despeñándose por un acantilado.
–¿Recuerda con quién habló? –preguntó.
–Con una tal Lidia –respondió el señor Lombardía.
De pronto todo cobró sentido para Daniel, que alzó brevemente su mirada, como quien espera que el cielo se abra y deje caer un rayo que le pulverice al instante. En ese momento supo que era más que probable que él mismo matase con sus propias manos a aquel intento fallido de camarera, pero en ese momento era más importante hallar una solución al problema. Solución, por cierto, aparentemente difícil de alcanzar pues, con un rápido vistazo, el encargado pudo darse cuenta de que no había ni una sola mesa libre en todo el local. ¿Cómo podría entonces aumentar la mesa en cuestión de minutos?
Mientras todo esto ocurría, en el otro extremo del restaurante Victoria observaba la escena y, si bien no llegaba a comprender lo que estaba pasando, sí que pudo darse cuenta de que algo no iba bien. Vio como Daniel hablaba con aquel hombre y luego salía hacia la barra, disparado como las serpentinas de los cañones al final de algunos conciertos pop. Victoria retiró los platos sucios de la mesa que estaba atendiendo y se dirigió hacia Daniel.
–¿Ocurre algo? –preguntó.
–No recuerdo haberte llamado –respondió él, pretendiendo imprimir a su voz un tono tajante que sólo pudo sonar desesperado.
–Sólo intento ayudar, si es posible…
–¿Ayudar? Si eres capaz de sacar de la nada mesas suficientes para diecisiete personas más me estarás ayudando. De lo contrario, lo único que estás haciendo es molestar.
–¿Diecisiete personas más? Pero, ¿de dónde han salido?
–¿Así es como ayudas tú?
–Bueno, no sé… –dijo ella mientras pensaba–. ¿Y por qué no echamos un vistazo en la nave del material viejo? Tal vez allí haya alguna mesa del antiguo restaurante que pueda servirnos.
Daniel quiso contestar con menosprecio, pero sabía que la muchacha llevaba razón aunque, a decir verdad, le resultaba un fastidio tener que admitir una sugerencia de la empleada a la que menos soportaba, sugerencia, además, que desgraciadamente no se le había ocurrido a él. 
Juntos entraron a toda prisa en la cocina, atravesándola en cuestión de segundos, para llegar al vestíbulo de las puertas. Victoria no pudo evitar sentir un cierto toque de emoción. Por fin iba a entrar en aquel lugar sellado permanentemente; sabía que allí no había más que trastos viejos almacenados a lo largo del tiempo, pero era como si algo le dijese que tanto celo por parte del Daniel y del dueño del Innuendo por mantener aquel lugar cuidadosamente cerrado escondía algo más.
El encargado extrajo entonces de su bolsillo unas llaves y procedió a abrir la puerta, que dejó escapar un cargante aroma a rancio y a humedad. El mofletudo joven introdujo su cuerpo rechoncho en la oscura estancia y, a tientas, buscó el interruptor en la pared. Una mortecina luz amarilla procedente de una desabrigada bombilla en el techo reveló una amplia cámara repleta de trastos y polvo, hecho que hizo a Victoria sentirse ligeramente decepcionada al poner sus pies en aquel cuarto. Realmente allí no se escondía más que porquería y cosas viejas, no aparentaba ser el cobijo de algún oscuro secreto. Sobre las descoloridas paredes reposaban, como si de nebulosos recuerdos del pasado se tratasen, viejas mesas y sillas, una antigua cafetera carcomida por el óxido y la mugre, varios expositores de plástico que alguna vez habían sido traslúcidos, un resquebrajado cuadro de cristal promocionando una conocida marca de cerveza y varios objetos más, dispuestos aleatoriamente y ocupando el primer lugar disponible en el momento de ser depositados en aquella nave parecida a un mausoleo, todo ello cubierto por una espesa capa de polvo que el tiempo había ido depositando calmadamente pero sin ninguna pausa.
No tuvieron que mirar mucho a su alrededor para descubrir una serie de viejas mesas cuadradas de patas plegables apiladas contra la pared. Para Daniel fueron lo suficientemente buenas como para cumplir su objetivo. Dispuestos estaban ya a transportarlas hasta el restaurante cuando Victoria reparó en una mucho mayor, apoyada verticalmente contra la pared del fondo.
–Daniel, ésta es perfecta –dijo ella, acercándose a la mesa–. Es lo bastante grande para toda esa gente y sólo tendremos que dar un viaje.
–Es demasiado grande –la rechazó Daniel.
–¿Cómo va a ser grande? Es justo lo que necesitamos –dijo Victoria, al tiempo que intentaba calibrar su peso elevándola con ambas manos.
Daniel insistió con firmeza y no sin cierta inquietud.
–Vicky, te estoy diciendo que esa mesa no nos sirve. Déjala en su sitio y ayúdame con estas otras.
Por supuesto, Victoria no era una persona que obedeciese sin planteárselo. Aquella mesa era buena y entre los dos podrían llevarla al restaurante sin necesidad de volver una y otra vez hasta allí, cosa que ocurriría si optasen por utilizar las pequeñas.
–Daniel, no te entiendo. Acabaríamos antes llevando ésta.
El encargado, con su habitual tono desagradable, aceleró hasta donde estaba Victoria e intentó hacer que la joven soltase el tablero.
–¿Pero a ti qué demonios te ocurre? –se indignó ella.
Hubo un breve forcejeo, un tira y afloja y un pequeño susto cuando la mesa se inclinó, precipitándose sobre ellos. Victoria y Daniel detuvieron la caída de aquel tablón en el último momento, instante en el que Victoria descubrió una puerta metálica que permanecía oculta tras la mesa sobre ella recostada.
–¿Y esta puerta? –preguntó.
Daniel le restó importancia.
–¿Esta puerta? Siempre ha estado ahí. Unía este almacén con otro local que fue vendido a otro propietario hace años. Por lo visto está tapiada, así que no conduce a ninguna parte en realidad.
La voz del encargado sonaba despreocupada en exceso. Aún así, Victoria no se detuvo a darle importancia, el tiempo apremiaba y los comensales seguían esperando en el restaurante, por lo que evitó cualquier otra pregunta. Sorprendentemente, Daniel decidió de pronto que la mesa grande podría servirles. Entre los dos la sujetaron y, cogiéndola uno por cada extremo, salieron de aquel sucio lugar en dirección al comedor.
Debería haberse requerido la presencia de un notario para dar fe del tiempo record que los camareros emplearon para montar la nueva mesa y unirla a la que ya estaba preparada. Toda esta eficiencia, sin embargo, no pareció impresionar ni complacer al señor Lombardía. El disgustado cliente seguía mostrándose molesto con toda aquella situación. Por fin, todos los comensales pudieron ocupar sus sillas y, de este modo, el primero de los escollos pareció quedar salvado. Sin embargo aún quedaba otro problema, tal vez mayor.
Siempre que en el restaurante había una reserva en la que el menú quedaba concertado con antelación era costumbre preparar comida para cinco o seis personas más, pues no era raro que al final apareciese algún invitado sorpresa y donde iban a ser quince terminasen siendo veinte. Pero en esta ocasión, la diferencia era de diecisiete personas, diferencia de la que, para colmo, se había avisado por adelantado. Que el aviso hubiese resultado inútil no era culpa de los clientes esta vez y eso agravaba la situación.
Daniel entró en la cocina con conocimiento previo de lo estaba a punto de ocurrir, algo que ralentizaba sus pasos en un intento de encontrar la forma más adecuada, si es que existía, de decir lo que tenía que decir.
–Veamos –dijo intentando imprimir autoridad en su voz–. Hemos sufrido un ligero contratiempo.
Todo el personal de cocina, al unísono, se detuvo en sus quehaceres y giró la mirada hacia él, en actitud defensiva, pues sabían bien que siempre que había algún pequeño problema éste se traducía en enormes momentos de tensión provocados por la necesidad sacar en un tiempo límite cantidades de comida imposibles.
–¿Qué sucede? –preguntó amenazador Bernardo, el corpulento jefe de cocina, sacudiendo un cucharón contra el recipiente en el que preparaba una salsa de un vistoso color rojizo.
Bernardo era un hombre grande y fuerte de unos cuarenta y tantos años. Su uniforme blanco presentaba manchas aquí y allá, algunas de ellas recientes, otras no tanto. Al hombre nunca se le había dado mal la cocina y ya desde muy joven había demostrado su pericia ante los fogones al tener que cocinar, entre otras muchas tareas, para su hermano pequeño. Siendo Bernardo un niño, su padre había abandonado el seno familiar. Su madre, obligada a trabajar durante la mayor parte del día, había delegado en él gran parte de las tareas del hogar, sobre todo las relacionadas con el cuidado del hijo pequeño. De este modo, Bernardo fue descubriendo todo un mundo de posibilidades a la hora de combinar ingredientes y sabores y fue este el camino que tomó a la hora de labrarse un futuro profesional. Así fue pasando por distintos restaurantes hasta llegar a ocupar el puesto de jefe de cocina en el Innuendo. Sin embargo, una cosa es la afición y otra muy distinta la obligación y, poco a poco, Bernardo había ido perdiendo la ilusión inicial hasta llegar al día presente, en el que el hombre se limitaba a hacer justo lo que se esperaba de él y poco más.
–¿Qué es lo que ocurre? –volvió a preguntar Bernardo a un dubitativo Daniel, que ya había perdido todo reflejo de autoridad.
–Se trata de la comida para treinta –respondió el encargado.
–¿Qué le pasa? Lo tengo todo listo. Estoy esperando a que des la orden para empezar a servirla en los platos.
–Resulta –prosiguió Daniel tragando saliva –que al final son unos cuantos comensales más.
–Pero eso no es problema –se relajó el jefe de cocina–, sabes que siempre preparo unas cuantas raciones de más.
–Son cuarenta y siete personas –dijo Daniel casi hablando para dentro.
–¿¡Cuarenta y siete!? –tronó Bernardo–. ¿Cómo pueden ser cuarenta y siete? La reserva estaba hecha para treinta personas.
Al tiempo que se alteraba acompañaba sus gritos con enérgicos movimientos de manos. El cucharón en una de ellas provocaba una lluvia de salsa que regaba al resto del personal de cocina.
–Ha habido un cambio –dijo Daniel.
–Te voy a decir por dónde me paso yo el cambio –bramó Bernardo–. ¿Eres el encargado y no sabes que los cambios se hacen con antelación? Que maldita manía tenéis de tragar con todo lo que pide cualquiera. Si para aumentar el número de personas que van a comer hay que avisar, pues hay que avisar, joder. Está claro que os importa una mierda lo que tengamos que hacer los demás para sacar el trabajo adelante. Pues sin aviso previo yo no hago cambios de última hora, así que a ver cómo te las apañas. Conmigo no cuentes.
Daniel volvió a tragar saliva.
–Bueno… lo cierto es que sí han avisado.
–Entonces yo estoy volviéndome idiota –ironizó Bernardo–. ¿Cómo puede ser que, siendo el jefe de cocina, esté enterándome ahora de que son diecisiete personas más? ¿Me lo explicas?
Tras estas palabras y con un movimiento seco apuntó con el cucharón hacia el encargado en tono acusador.
–Ha habido un malentendido –tuvo que reconocer Daniel mientras se limpiaba con la mano la salsa en su mejilla.
–¡Aquí el único malentendido ha sido ponerte a ti en el puesto que ocupas! –vociferó el hombretón al tiempo que blandía en el aire el cucharón que llevaba en su mano y que seguía esparciendo salsa a su alrededor.
–¡Oye, oye! –le interrumpió Daniel–. Que no ha sido culpa mía. Si es otro el que toma mal el recado, ¿qué puedo hacer yo?
–¡Joder! –Bernardo lanzó el cucharón por los aires, que salió volando en línea recta y que a punto estuvo de impactar en la cabeza de otro cocinero si este no se hubiese apartado a tiempo–. Al final resulta que la culpa siempre es huérfana, pero lo que no cambia es que los que nos vemos con el problema encima somos otra vez los mismos. ¡Mierda de camareros! ¡Me tenéis aburrido!
Haciendo acopio de valor, Daniel intentó zanjar aquel ataque de ira.
–Muy bien. Lo que tú digas, pero ahora tenemos un problema y lo mejor que podemos hacer es afrontarlo y buscarle una solución.
–¡Que lo afronte y lo solucione tu puta madre! –escupió Bernardo–. El encargo que me pasaste decía comida para treinta y comida para treinta vais a tener. A mí se me avisa con tiempo, es todo lo que tengo que decir.
En ese momento apareció en la cocina la única persona que debería haber permanecido lo más alejada posible de allí. Lidia cruzó el umbral de la puerta batiente mostrándose tontamente escandalizada.
–¿Se puede saber cuál es el mal rollo que hay entre vosotros? Se os puede oír desde afuera.
Al escuchar la voz de la joven, los ojos de Daniel se convirtieron en sendas explosiones, idénticas a las que suceden en el escenario de cualquier grupo ochentero de heavy metal.
–A ti tenía yo ganas de verte. Ya hablaré contigo más tarde.
–¿Conmigo? –se extrañó la joven–. ¿Qué es lo que pasa?
–¿No lo sabes? –Daniel comenzó a descargar en ella toda la rabia contenida que no se atrevía a utilizar en contra de Bernardo–. ¿Me preguntas tú a mí qué ha pasado?
–Claro que sí, porque no te estoy entendiendo. No sé lo que quieres decirme, Daniel –respondió Lidia inocentemente.
–¿Te suena de algo el señor Lombardía?
–Pues no –aseveró la joven–. ¿Ese quién es?
–¿Estás segura de que no te suena de nada?
–Ay, Daniel. Te estoy diciendo que no.
–¿No sabes nada entonces de una mesa de treinta personas que ha pasado a ser de cuarenta y siete?
En ese momento la llamada telefónica de unos días atrás volvió a la mente de Lidia como si acabase de producirse.
–¡Ay, Dios mío! ¡El señor Lombarda!
–¿Quién?
–El señor Lombarda, sí. Llamó para decir que la mesa que tenía reservada había de ser más grande.
–Exactamente –le espetó Daniel–. ¿Y puedes decirme en qué parte del libro de reservas anotaste ese cambio?
Lidia notó como el pulso se le iba acelerando hasta asemejarse a la base rítmica de un tema hardcore.
–Yo lo apunté –dijo la joven con voz temblorosa.
–¿En serio? –Daniel salió de la cocina a toda velocidad para volver a entrar sólo unos instantes después con algo en la mano. Era el libro de reservas, que lanzó contra Lidia, haciéndola doblarse al recibir el golpe en el pecho–. ¿Dónde lo has anotado? Vamos, dímelo, porque siempre he pensado que eres idiota pero tal vez el idiota sea yo y ni siquiera sé ver lo que está escrito. Vamos, enséñamelo.
Lidia miró al suelo avergonzada, al tiempo que un frágil hilo de voz luchaba por escalar por su garganta.
–No lo apunté en el libro.
–¿Cómo dices? –Daniel dio un par de zancadas hasta situarse a escasos milímetros de la joven–. ¿Puedes repetir lo que has dicho? Es que, además de idiota, debo de estar quedándome sordo.
–Que no lo apunté en el libro –Lidia temblaba.
–¿Ah, no?
–No… Cuando llamó ese hombre busqué el libro, pero no estaba en el atril de la entrada. Entonces pensé lo más rápido que pude y se me ocurrió escribirlo en una hoja de papel.
–Muy bien –dijo Daniel mofándose–. Vamos llegando al final del asunto. ¿Y dónde está esa hoja?
Por más vueltas que le daba en su cabeza, Lidia no conseguía recordar que había sido de aquel trozo de papel. Daniel siguió ahondando en la humillación a la que estaba sometiendo a la joven, que continuaba mirando al suelo sin articular palabra alguna.
–Vamos, Lidia. Estamos esperando a escucharte. Seguro que has guardado esa hoja de papel en alguna parte, ¿verdad? ¿A que no has sido tan imbécil de perderla?
Lidia seguía sin contestar.
–¿¡A qué no!? –vociferó Daniel–. ¿¡A qué no!?
Lidia permaneció en la misma posición, de tal forma que parecía un indefenso animalito abandonado más que cualquier otra cosa. Tal era así que hasta el mismo Bernardo terminó por apiadarse de ella y puso fin a la desagradable escena que todos habían estado contemplando con silenciosa congoja.
–¡Ya está bien, Daniel! No te cebes con ella, deja de perder el tiempo en masacrarla. Alguna manera encontraré de sacar de la nada comida para diecisiete personas.
Daniel fulminó con la mirada a Lidia.
–Vuelve a la barra y ponte a secar copas como si tu vida dependiese de ello–. No había terminado Daniel de hablar cuando Lidia ya había cruzado la puerta de la cocina de vuelta al restaurante.
Bernardo y su equipo improvisaron un aperitivo de bienvenida de rápida elaboración y complicada degustación. De este modo, el tiempo dedicado por los comensales a dicho bocado sirvió para que los cocineros desplegasen todas sus habilidades en la cocina.
Parte del equipo se dedicó a preparar las ensaladas faltantes para el primer plato. El resto, capitaneados por Bernardo, se las arreglaron para que el segundo plato, consistente en una carne de ternera con salsa de setas y guarnición aumentase en cantidad. Para ello tuvieron que sacar del congelador otra carne en salsa sobrante de días atrás, descongelarla por partes en los tres hornos microondas disponibles, limpiarla de salsa bajo el grifo y mezclarla con la que ya estaba preparada. Este añadido hizo que la salsa de setas fuese un poco escasa para el resultado final pero, dadas las circunstancias, era lo mejor que podía esperarse.
Finalmente la situación parecía estar encarrilada. Vicky y Nico se esmeraban en dedicar la mejor de sus sonrisas a todos y cada uno de los componentes de la mesa bajo la atenta mirada de Daniel que, después de todo y a parte de gritar, era el que menos había hecho por arreglar la situación.
Mientras todo esto sucedía, en otra parte del restaurante, Elisabeth libraba su propia batalla. Victoria y Nico habían estado ayudándola hasta la aparición de los problemas. Desde ese momento Elisabeth se encontró prácticamente sola para atender el conjunto de mesas restantes que, como no podía ser de otra forma, habían sido todas ocupadas.
Para terminar de complicarlo todo, los cocineros, afanados en preparar lo más rápidamente posible la comida que tantos problemas había generado, se estaban retrasando de forma considerable con el resto de pedidos que Elisabeth seguía realizando y que comenzaban a acumularse peligrosamente.
–Señorita, hace media hora que hemos pedido. ¿Falta mucho? –preguntaba un impaciente cincuentón sospechosamente acompañado de una joven de no más de veinticinco años.
–Esto me parece una vergüenza –se quejaba una mujer con señales de cansada amargura en su rostro y rodeada de tres inquietos niños.
–Si no me traen ya la comida me largo. Algunos tenemos que trabajar, ¿sabe? –avisaba desde otra mesa un caballero con un trasnochado traje.
Una desbordada Elisabeth corría de aquí para allá pidiendo disculpas y entrando cada dos minutos en la cocina con la débil esperanza de encontrar alguno de los platos que había pedido.
–Sé que ahora mismo estáis hasta arriba de trabajo –dijo pretendiendo sonar amable, algo que a la mujer siempre le había costado –pero ¿os habéis olvidado de que tengo a medio puto restaurante esperando por su comida? –gritó sin poder evitar finalmente su genuino carácter.
–Tranquila, Elisabeth –respondió una de las cocineras intentando calmarla con un tono suave–. En breve nos pondremos con lo tuyo.
–¡No me jodas! ¿En breve? En breve necesito que salga la comida desfilando, no que os pongáis a prepararla.  
Bernardo se detuvo en sus tareas para dirigirse a la camarera.
–¡Oye, tía! ¿Podrías dejar de joder un rato? Aquí estamos intentando arreglar vuestros errores, ¿de acuerdo? Te esperas lo que haga falta. Tus platos estarán listos cuando lo estén, ni antes ni después.
–¿Perdona? –el rostro de la mujer acababa de teñirse de un rojo intenso, producto de una cólera interna que rara vez podía contener–. ¿Qué error es el que he cometido yo? ¿Me estás llamando negada mental? ¡Si tú estás aquí solucionando problemas, eso convierte esos problemas en tuyos y si tú tienes problemas aquí yo paso a tenerlos ahí afuera! ¿Me has entendido? Así que intenta mirar hacia atrás en tu vida, vuelve al momento en el que te enseñaron lo que era el respeto y ¡tenlo por el trabajo de los demás!
–Que te den por el culo –sentenció Bernardo para volver a sus tareas.
Elisabeth gustosamente le hubiese destrozado la cara con una de las sartenes que lo invadían todo, pero sabía que aquel pequeño momento de placer terminaría convirtiéndose en una gran complicación más tarde. Sin embargo, algo tenía que hacer para descargar aquella tensión que atenazaba todo su ser. La camarera cruzó la cocina y abrió la puerta de una gran cámara frigorífica para cerrarla una vez hubo accedido al interior. Todo el personal de cocina se quedó mirando fijamente hacia aquel lugar en silencio, silencio que fue roto por una serie de grotescos gritos desgarrados. Cuando éstos cesaron, Elisabeth volvió a aparecer ante todos los presentes. Las facciones de su huesudo rostro parecían haberse relajado por arte de magia. Tranquilamente cerró la puerta de la cámara frigorífica y, mientras se arreglaba la oscura melena con una de sus manos, habló con una calma que casi podría decirse que asustaba.
–Os agradeceré que cuando alguno de mis pedidos esté listo para salir me aviséis, gracias–. Y con las mismas abandonó la cocina.
La voz de uno de los cocineros puso sonido al pensamiento alojado en la mente de todos.
–Está loca.
Era el Innuendo en aquel momento un auténtico hervidero de gente, música y camareros acelerados, una apurada escena que desde el piso de arriba, en la oscura oficina que se erguía al final de la escalera art decó, era contemplada por una misteriosa sombra de cuya presencia nadie se percataba.
Elisabeth volvió a meterse en la cocina y, esta vez sí, encontró el primero de sus pedidos listos para salir. A toda velocidad se hizo con él y se dirigió a la mesa correspondiente.
–¡Al fin! A punto he estado de irme –dijo el hombre del traje rancio.
Elisabeth le dedicó una disculpa y una falsa sonrisa y nuevamente voló hacia la cocina. En poco tiempo, todos sus pedidos comenzaban a estar preparados y esto también se convirtió en un pequeño problema. Los platos empezaban a acumularse a pesar de las continuas idas y venidas de la camarera. Cansada de aquella sensación de abandono por parte de sus compañeros echó un vistazo a su alrededor. Victoria y Nico rellenaban las copas de los comensales en la mesa grande, Daniel no parecía encontrarse por los alrededores y, en la barra, Lidia lavaba y secaba copas con aire compungido. Sabía que no era la mejor alternativa, pero sí la única disponible en ese momento así que Elisabeth se plantó en la barra con un par de zancadas.
–¡Lidia! ¡Échame una mano!
–¿Qué es lo que necesitas?
–Que vengas conmigo –respondió Elisabeth impaciente–. Tienes que ayudarme a sacar los platos que tengo en la cocina.
–Pero Daniel me ha dicho que me quede aquí lavando copas.
Elisabeth apoyó las manos en la barra y se acercó a la joven.
–Mira, bonita. Daniel dice muchas cosas, si te vas a parar a escucharlas todas puedes ir poniéndote cómoda porque la cosa va para largo. Además, ¿le ves por aquí? ¿A qué no? Pues siempre es así. Daniel nunca está cuando le necesitas y alguien tiene que ayudarme. Los otros dos están ocupados, así que… ¡premio! Te ha tocado a ti.
–Pero…
–¡Sígueme! –la interrumpió Elisabeth al tiempo que salía hacia la cocina casi desintegrándose en el aire.
Lidia quiso contradecirle, pero en el poco tiempo que llevaba trabajando en el Innuendo había aprendido que con Elisabeth razonar se convertía en una tarea sumamente espinosa. La joven ayudante de camarero fue, pues, detrás de su acelerada compañera.
Una vez en la cocina Elisabeth se apresuró a pasarle a Lidia dos de los platos que allí esperaban.
–Ahí tienes. Estos son para la mesa catorce.
Lidia se quedó mirando a Elisabeth pensativa, decidiendo si hablar o no.
–¡Vamos! ¿A qué estás esperando? ¿Al año nuevo chino?
–¿Cuál es la mesa catorce?
Elisabeth, resignada, puso los ojos en blanco durante un segundo.
–Sales por la puerta de la cocina y, de las mesas que están más cercanas a la barra, la tercera.
Lidia asintió con la cabeza y allá se fue con un plato en cada mano. En medio de aquel bullicio nadie se detuvo a observarla, pero si alguien lo hubiese hecho se habría sentido profundamente invadido por un sentimiento de lástima. La rubia muchachita daba pequeños y temblorosos pasos intentando que no se le derramasen las sopas de maíz que transportaba. Se hallaba a medio camino de su destino cuando Elisabeth la adelantó llevando dos platos en cada mano.
                –¡Espabílate, joder! Cuando llegues a la mesa vas a tener que dar la vuelta con las sopas para volver a calentarlas –la apremió la que se distinguía como la camarera más desagradable del Innuendo.
A duras penas Lidia alcanzó la mesa sin verter el contenido de los platos, si bien los bordes de los mismos mostraban las huellas de los temblorosos movimientos que los caldos habían sufrido durante su inestable transporte.
Poco a poco, la ayudante de camarero fue sacando algunos platos más. Viendo que cada viaje desde la cocina a las mesas terminaba siempre con éxito, la joven fue aumentando su confianza y en el último de los trayectos se atrevió con tres platos a la vez. Había observado como Elisabeth se colocaba dos en una mano y en la otra llevaba el tercero, así que pensó que tal vez pudiese hacer lo mismo y mejorar ligeramente la pobre imagen que todos tenían de ella. Con lo que Lidia no contaba era con el hecho de que su inexperiencia pudiese pasarle factura y con los tres pequeños monstruos que, cansados de esperar pacientemente, martirizaban a todo aquel que les rodeaba mientras su madre, aferrada a su teléfono móvil, permanecía absorta en su conversación.
–¿Os queréis estar quietos de una vez? –dijo la mujer de forma mecánica para seguidamente volver a su cotorreo telefónico.
Uno de los niños, el que aparentaba ser el menor de los tres, asomaba la cabeza por debajo de la mesa al tiempo que se aferraba al pantalón de su hermano mayor y tiraba de él con fuerza. Mientras, el mediano se había apoderado del servilletero y se afanaba en lanzar servilletas al aire, dejando alrededor suyo un blanco manto de celulosa.
El pequeñajo debajo de la mesa seguía propinando tirones al pantalón de su hermano, cuyas protestas eran ignoradas sistemáticamente por la mujer que, despreocupada, seguía charlando animadamente con la persona al otro lado del teléfono.
–¡Mamá! ¡Dile a Carlos que me deje en paz! –gritaba el muchacho dando sacudidas con la pierna en un esfuerzo por librarse de los cargantes zarandeos de su hermano. La mujer, una de esas cretinas cuya mayor meta en la vida era pasar por el altar, tener hijos porque todas sus amigas los habían tenido ya y que debería haber sido obligada a pasar un examen psicotécnico antes de parir, no dio la más mínima muestra de inmutarse.
–Es increíble que esté prohibido fumar en los lugares públicos y en cambio se permita esto –decía un hombre en la mesa contigua a la mujer con la que intentaba disfrutar inútilmente de su almuerzo–. Yo tengo que estar aquí sin poder ponerme un cigarrillo en la boca por no perjudicar a los niños, pero tengo que soportar que esos pequeños cabrones me jodan la comida con sus puñeteros gritos. ¡Después hablan del egoísmo de los fumadores! ¡La sociedad entera es egoísta! Que no venga nadie a convencerme de lo contrario.
Su acompañante femenina le instó para que bajase la voz.
–¿Por qué voy a tener que callarme? –se indignó el caballero–. Tendré que joderme, pero no lo haré en silencio. Mírala –dijo señalando a la madre de los chavales con un movimiento de cabeza–, si es que le importa una mierda. O eso o es que está sorda de tanto darle al teléfono y es la única incapaz de escuchar los gritos de esos cabrones.
Lidia pasó con los platos al lado del hombre y a punto estaba de alcanzar la mesa de la discordia cuando el sufrido hermano mayor, cansado de aguantar al pequeño, utilizó todas sus fuerzas para propinarle a éste una enérgica patada en toda la cara, provocando la caída de un par de cubiertos al suelo. El pequeño, aturdido durante unos segundos, tuvo que dejarse caer hacia atrás. Fue tan solo un instante de inactividad; el chaval mediano detuvo su mano en el aire, congelada tras lanzar la enésima servilleta, alucinando ante la acción de su hermano mayor. Sus ojos pasaron luego al menor, justo a tiempo de ver cómo se incorporaba y se secaba con rabia el par de gruesos lagrimones resbalando por sus mejillas. El pequeño miró a su alrededor y reparó en los cubiertos que acababan de caerse al suelo, tomó en su diminuta mano el tenedor y sacando todas las fuerzas que podían obtenerse de su cuerpecito lo clavó en la pierna que acababa de convertir su nariz en una fuente sangrante.
El hermano mayor lanzó un grito desgarrador que se alzó por encima de la música del restaurante, producto del dolor subiendo por su pierna y recorriéndole la totalidad de su cuerpo, se convulsionó en grotescos aspavientos de dolor moviendo sus brazos en todas las direcciones. Fue justamente ese el momento en el que Lidia llegaba a la mesa  y, como si de una fatalidad del destino se tratase, el brazo izquierdo del muchacho y los platos en las manos de la joven coincidieron durante un segundo en el mismo punto espacial.
Alertado por el grito que había alcanzado cada rincón del restaurante, Daniel salió precipitadamente de la oficina para contemplar una escena que, como poco, le puso el corazón a cien.
De las manos de Lidia tres platos salían despedidos con tres destinos diferentes. El primero de ellos fue a parar a una diminuta cabeza chorreando sangre que asomaba por debajo de la mesa; el segundo resbaló por la espalda de la imposible aspirante a camarera, dejando a su paso un reguero de sopa de maíz caliente; el tercero llegó un poco más lejos y se coló por el hueco existente entre la mesa contigua y el hombre sentado a ella junto a la mujer con el horror retratado en el rostro. Daniel bajó corriendo las escaleras que llevaban desde la oficina al gran comedor sin apartar la vista de la catastrófica sucesión de desgracias. El niño bajo la mesa lloraba y gritaba intentando retirar de su cara aquel líquido caliente, Lidia se contorsionaba y agitaba las manos de tal modo que podría haberse dicho que bailaba al ritmo de la música, el hombre en la mesa miraba estupefacto el plato volcado en su entrepierna, justo antes de levantarse de un salto, el chaval con el tenedor clavado en la pierna forcejeaba por librarse de él y su madre no sabía bien a cuál de sus hijos ayudar.
Ante el drama que se desarrollaba frente a él, Daniel no supo muy bien cómo actuar. ¿Qué hacer primero? ¿Socorrer al pequeño bajo la mesa? ¿Sacar el tenedor de la pierna del otro muchacho? ¿Intentar calmar al hombre de la mesa de al lado? ¿Ayudar a la madre de los chicos a relajarse? ¿Retorcerle el cuello a Lidia? ¿Suicidarse?
La mujer, que aún no había soltado su teléfono móvil, se dirigió a Daniel mostrándose indignada.
–Supongo que es usted el responsable en este restaurante, ¿verdad?
–Así es… –respondió un dubitativo Daniel.
–Y supongo que será usted el listo que en su momento decidió contratar a esta imbécil –dijo dirigiendo su dedo acusador hacia Lidia.
–¿Yo? –se sorprendió la aludida–. Pero si yo no he hecho nada.
Con un gesto cortante Daniel le indicó que se callase. Luego fue él el que hizo uso de la palabra para dirigirse a la mujer.
–Permítame darle la razón y decirle que lo siento enormemente. Esta chica es una completa imbécil.
El hombre de la mesa de al lado, sacudiéndose el pantalón manchado de sopa, intervino en la conversación, interrumpiendo las disculpas de Daniel.
–Es una vergüenza lo que ocurre en este restaurante. Supongo que pagan a los críticos que lo recomiendan, porque es un desastre.
–Señor –tembló Daniel–, le digo a usted lo mismo que a la señora. Lo siento muchísimo. No es habitual que ocurran estas cosas.
–¡Si solamente se tratase de eso! –vociferó el hombre–. Pero no parece usted entenderme. Cuando digo que esto es un desastre me refiero al funcionamiento en general. No puede ser que uno venga aquí a intentar comer tranquilamente con su mujer y tener que estar todo el tiempo aguantando a niños tan impertinentes como estos sin que nadie, en este caso usted que es el que está al cargo, haga nada en absoluto.
En ese instante la mujer, que forcejeaba con el tenedor en la pierna de su hijo, se incorporó airadamente.
–¿Perdone? ¿Tiene usted algo que decir en contra de mis hijos?
El muchacho chillaba a causa del dolor producido por el tenedor.
–¿Que si tengo algo que decir? –la desafío el hombre.
–Vale, está bien –se interpuso Daniel–. Vamos a tranquilizarnos todos. Veamos, señor. Puedo asegurarle que lo que ha sucedido aquí hoy no es habitual. Le suplico que no lo tenga en cuenta. Para ello déjeme invitarle esta vez.
–¿Cómo? –se sorprendió el hombre.
–Su almuerzo y el de su señora corren por cuenta de la casa. Espero que sepan perdonarnos y que este incidente no sea un impedimento para disfrutar del placer de su presencia en una próxima ocasión.
El hombre pareció serenarse entonces, invadido por la tranquilidad que da el saber que no será necesario sacar la cartera.
–Mire, no se trata de que nos tenga que invitar a la comida, cosa que le agradezco y que acepto, pero ciertos comportamientos no pueden permitirse en un lugar tan renombrado como este.
–Le entiendo totalmente, señor, y tiene toda la razón –asintió Daniel–. Puede creerme cuando le digo que no volverá a ocurrir.
Tras una retahíla más de sumisas disculpas y serviles reverencias por parte del encargado, el cliente volvió a su mesa mucho más calmado. Sin embargo, la madre de los tres muchachos seguía allí con un gesto que le retorcía el rostro de un modo en verdad desagradable.
–Supongo que yo también estoy invitada, ¿verdad?
Daniel sabía que el dejar que un cliente se fuese sin pagar era siempre el último recurso, pero acorralado como se sentía, no encontraba forma mejor de salir de aquella embarazosa situación.
–Sí, claro… Por supuesto que usted también está invitada.
–¿Solamente yo? –inquirió ella desagradablemente.
–¿Disculpe?
–Somos cuatro los que estamos comiendo en esta mesa, y no pienso soltar ni un maldito céntimo después de lo ocurrido.
–La entiendo perfectamente, señora, pero le ruego que se ponga usted en mi lugar –suplicó Daniel.
La mujer puso los ojos como platos.
–¿Me va a decir que después de todo lo que ha ocurrido, después de que a uno de mis hijos le abrase la cara esa inútil y después de que el otro esté ahí con un tenedor clavado en la pierna, voy a tener que pagar la comida de los pobrecillos?
–Con todos los respetos –tanteó Daniel, –que yo sepa ningún miembro del personal del restaurante le ha clavado el tenedor a su hijo.
La mujer intentó vocalizar, pero durante unos segundos no pudo emitir sonido alguno por lo que se llevó la mano al pecho, víctima de un exagerado estupor. Finalmente, las palabras volvieron a su boca.
–¿Está cuestionándome? ¡Esto es inaudito! Mis hijos se encuentran en un estado lamentable y usted me cuestiona –soltó ella con un tono que mezclaba a partes iguales indignación y aflicción.
–Mamá, tengo ganas de hacer pis –dijo el niño que permanecía ileso.
–¡Pues te aguantas! ¡Que te pasas el día bebiendo agua! ¡No sé cómo no estallas! –el tono lastimero había desaparecido por completo.
Daniel, temiendo que aquella situación fuese a más hasta derivar en un escándalo mayor, terminó por aceptar.
–Muy bien, de acuerdo. Usted gana. Sus hijos también están invitados. Espero que podamos olvidarnos de este incidente y…
–¿Cómo? –interrumpió ella.
–¿Qué? –se desesperó él.
–Esto es increíble. Usted nos invita a la comida y yo, como soy una vendida, pues acepto y ya está, ¿no? ¿Es eso lo que espera usted que haga? 
Daniel estaba a punto de desfallecer.
–¿Pero qué es lo que quiere?
–La hoja de reclamaciones –sentenció ella solemnemente.
Desde hacía unos minutos, Victoria observaba la escena sin dejar de atender su mesa. En el momento en el que se vio libre se acercó al lugar de los problemas y adoptando una angelical expresión se hizo con el mando.
–Veamos si podemos poner un poco de orden aquí –dijo.
La mujer le dedicó una mirada inundada de suspicacia.
–No se preocupe –sonrió Victoria–. Usted encárguese del pequeño. Llévele al aseo y lávele la cara con agua fría. Mientras yo me llevaré a este hombrecito tan valiente a la cocina –dijo apoyando su mano en el hombro del niño con la maltrecha pierna –y allí le dejaremos la herida como nueva.
–¡Mamá, me hago pis! –volvió a anunciar el mediano.
Agarrándolo con fuerza por el brazo, la mujer se lo llevó junto al más pequeño, arrastrando a ambos hasta el cuarto de baño.
Y así, en un abrir y cerrar de ojos, la situación se había reducido considerablemente en intensidad. Mientras la mujer se hacía cargo de dos de sus hijos en los lavabos, Victoria estaba ya en la cocina sacando el tenedor de la pierna del muchacho y curándole la herida con gran mimo y esmero.
Al poco, la mujer abandonó los aseos arrastrando nuevamente a los niños. Daniel salió a su encuentro, mostrando un servil interés por los críos. El mediano le miró con una sombra maliciosa en los ojos.
–Te la vas a cargar  –decía sin dejar de sonreír.
Daniel intentaba hacer caso omiso de las palabras del chico aunque, alterado como estaba, no podía evitar pensar en lo deliciosa que sería la legalización del aborto retroactivo. En éstas estaba el atribulado encargado cuando Victoria apareció con el mayor de los hermanos, mucho más relajado. Al ver esto, Daniel pareció calmarse también, sobre todo cuando la mujer sonrió.
–Bueno, finalmente parece que todo se va solucionando –dijo.
–No quiero hablar con usted –le interrumpió ella borrando todo signo de amabilidad en su rostro y girándose hacia Victoria.
–Muchas gracias, es un consuelo saber que al menos una persona en este restaurante sabe lo que hace. Debería plantearse trabajar en otro lugar, creo que este se le queda pequeño.
–Se lo agradezco, pero no se preocupe. Aquí estoy bien. Hoy ha sido un día un poco raro, pero normalmente las cosas marchan bien, todo sobre ruedas… –mintió una sonriente Victoria.
Daniel, viéndose ignorado y sin soportar los elogios hacia la joven, optó por alejarse de la mesa unos cuantos pasos. La mujer y la camarera siguieron hablando durante unos instantes más. Después, Victoria se dirigió al encargado, llevándoselo a parte.
–Ha accedido a no poner ninguna reclamación.
–Me parece bien –dijo él escuetamente, evitando tener que agradecerle a Victoria su intervención.
–En cuanto a la factura de la comida, agradece que el restaurante se haga cargo de ella.
–¡Mierda! Al final comerá gratis la mitad de la clientela.
–Tú verás. Al más mínimo problema que surge no dudas en invitarles.
Daniel, viendo flaquear aún más su autoridad, ignoró a Victoria y se fue en busca de una víctima más fácil de digerir.
–¡Lidia! Acompáñame a la cocina.
La aludida, con evidente temor, siguió el camino hecho por su superior y tras ellos, adivinando la escena que estaba a punto de producirse, fue Victoria.
Los cocineros reían divertidos al escuchar el relato de los hechos acaecidos minutos antes en el restaurante de boca de Elisabeth cuando Daniel y la protagonista de la historia cruzaron la puerta. Segundos después Victoria hizo lo mismo, yéndose silenciosamente hacia una esquina de la cocina simulando buscar algo en la nevera de los postres.
–Lidia, quiero que me digas en qué estabas pensando en el momento que te dije expresamente que no atendieses nunca una mesa. 
–Lo siento mucho, Daniel. Sé que me lo has dicho muchas veces y sé que no tendría que haberlo hecho, pero esta vez ha sido distinto. Elisabeth necesitaba ayuda y…
–¿Ayuda yo? ¿De ti? –interrumpió la aludida–. No  llevo trabajando en este restaurante desde hace años por necesitar ayuda. Yo me las apaño sola, lo único que necesito es que no me mezcléis en vuestros asuntos. Bastante tengo yo con lo mío.
El semblante de Lidia se tiñó de sorpresa al verse acorralada.
–Pero Elisabeth, fuiste tú la que me pidió que…
–¿Pretendes responsabilizar a los demás de lo que es tu culpa? –la frenó Daniel entendiendo lo que había ocurrido realmente, pero sin renunciar a su intención inicial.
–Mira, Lidia. Me pareces una buena chica, pero todo lo que tienes de buena lo tienes de tonta y que conste que no digo esto con ánimo de ofenderte. Tómatelo más bien como una crítica constructiva que espero te sirva para el futuro. Tienes que aprender a escuchar lo que se te dice y no dejar que las palabras reboten en esa cabeza hueca que tienes. Si te pido que no atiendas mesas eso significa que no atiendas mesas. Soy el encargado de este negocio y algo sé de todo esto, ¿entiendes? Cuando te conocí, un par de minutos fueron suficientes para saber que nunca llegarías a nada en este restaurante y, aun así, te di la oportunidad. Como tú misma has podido ver, esa oportunidad no ha servido para nada, pues ni siquiera eres capaz no sólo de hacer lo que se te pide sino de no hacer lo que se te dice que no hagas. ¿Acaso pensabas que era un capricho mío el que no te acercases a las mesas? Pues ya ves que no, que yo estaba en lo cierto. De un ser tan absolutamente inútil como tú no puede esperarse ni tan siquiera que deje las copas todo lo limpias que tienen que estar, ¿cómo entonces iba a permitirte servir una comida cuando está claro que no vas a llegar a la mesa sin provocar un desastre?
Ante aquellas palabras, Lidia esperó sufrir un desmayo o una muerte repentina incluso, cualquier cosa con tal de no ser consciente de la vergüenza que la turbaba al sentirse objeto de los cuchillos que Daniel le lanzaba en forma de palabras y de las miradas de todos los presentes. Sus ojos buscaron a Elisabeth con la esperanza de que esta se apiadase y reconociese que había sido ella la que había reclamado su ayuda. Cierto es que en su rostro pudo adivinar un cierto atisbo de malestar, pero esto no impidió que la camarera alzase la cabeza y mirase para otro lado. Lidia, viéndose traicionada y abandonada, dejó su mirada fijada en algún indeterminado punto infinito, dispuesta a ser aplastada por el peso de las palabras de Daniel.
–Puedes estar segura de que he conocido a muchos camareros absolutamente inútiles, pero tú te llevas el premio gordo.
Victoria, que también se daba cuenta de lo que había sucedido en realidad, no pudo evitar intervenir.
–Vamos, Daniel. ¿No crees que ya está bien? Nos has dejado claro a todos lo que piensas de la pobre chica. Déjala ya en paz.
–¡Vaya! Ya estabas tardando en meterte donde nadie te llama.
–Es que no es necesario que nadie me llame. Llevas un buen rato pasándote de la raya. Está claro que Lidia no tiene toda la culpa. Tal vez Elisabeth tenga algo que decir al respecto.
–¿Qué voy a tener yo que decir? –preguntó Elisabeth fingiendo sentirse ofendida–. Lo que no se puede hacer es contratar a gente no profesional. No sé por qué siempre pasa lo mismo en este oficio. Es como si cualquiera sirviese para ser camarero. A Dios gracias que no ocurre igual con los médicos. ¿Os imagináis lo que podría ser eso? ¿Qué tengan que operarte de apendicitis y te amputen una pierna?
–¿Es algo de eso lo que te ocurrió a ti, Elisabeth? –preguntó Victoria desafiante–. ¿Se equivocaron y te extirparon el cerebro?
–¿Perdona? –Elisabeth se alzó indignada–. Pero qué oportunidad más maravillosa de quedarte callada acabas de dejar pasar. Mira, Daniel. La profesional que soy no merece soportar esto. Vengo a trabajar todos los días, cumplo con mis obligaciones y ¿tengo que permitir que me insulten? No, no lo voy a aceptar, ¿queda claro? Espero que hagas algo porque de lo contrario vas a tener que salir a la calle y traer a rastras a la primera fulana con el estómago vacío que te cruces para ocupar mi puesto. ¿Entiendes lo que digo? Estoy a un pasito muy diminuto de la dimisión.
–Eso no te lo crees ni tú –apuntilló Victoria.
–¿Se puede saber que te he hecho yo a ti? –clamó Elisabeth–. ¡Debes de creerte muy importante para tratarme como a una bazofia, un despojo, una indigente, una menesterosa, una roñosa repugnante…!
–¡Ya basta! –bramó Daniel–. ¡Fuera las dos de la cocina! ¡Ahora mismo! ¡Quiero ver a cada una en su puesto inmediatamente!
Ambas camareras dedicaron al encargado una mirada de desprecio, cada una por sus propios motivos, pero prefirieron no empeorar las cosas y obedecieron. Una vez salieron por la puerta Daniel se dirigió de nuevo a Lidia.
–En cuanto a ti, quiero que recojas tus cosas, pases por mi oficina para pagarte lo que se te debe y desaparezcas de aquí.
–¿Qué? –se angustió Lidia.
–Que estás despedida, ¿acaso tampoco entiendes eso? –se burló Daniel. –Des-pe-di-da. Fuera. En la calle.
–Daniel, lo siento mucho, de verdad. Sé que he metido la pata y es que tienes razón, soy una idiota. Pero por favor, dame una oportunidad.
–¿Una oportunidad? ¿Para qué? ¿Para que acabes incendiando el Innuendo? No, será mejor dejar las cosas como están. Así que date prisa. Cámbiate y pásate por la oficina. Allí te espero.
El rostro de la joven era una atribulada mueca de desazón que el encargado no pasó por alto.
–Vamos, no te pongas así. Esto no sólo es un fastidio para ti. ¿Crees que me agrada tener que ponerme a buscar otro camarero? No sabes lo pesado que es tener que entrevistar a treinta inútiles como tú para poder encontrar a uno que supere mínimamente la media.
Y tras estas palabras, Daniel abandonó la cocina dejando a Lidia sumida en su pesar ante la atenta mirada del resto del personal. Desde el restaurante, la voz de Diana Ross jugueteaba en el tema de 1980 “Upside Down” (“Boca Abajo”). A la joven le pareció irónico que la letra de hablase de amor y, sin embargo, describiese tan bien lo que acababa de suceder. La canción reflejaba los sentimientos de una mujer que se sentía puesta del revés, boca arriba, boca abajo y dando vueltas sin parar cada vez que estaba ante determinado hombre. Exactamente lo mismo que le ocurría a Lidia con Daniel sin tener nada que ver con el amor.




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