Algo bastante habitual cuando
se trabaja en un restaurante, en una cafetería o un bar es que, en muchas
ocasiones, el trabajador se vea obligado a pasar de cero a cien en cuestión de
minutos. Es por eso que cuando uno tiene este tipo de empleo no puede nunca dar
nada por sentado ni relajarse. Es como si un autobús descargase a la puerta del
negocio; hay quien incluso podría pensar que la gente se queda esperando en la
calle, escondida detrás de los coches, a ser el número suficiente de comensales
para entrar todos a la vez y volver loco al personal.
En eso, el Innuendo era igual
a los demás establecimientos de la ciudad. Concretamente ese viernes, el reloj
marcaba la una y media del mediodía y podían contarse con los dedos de una mano
el número de clientes presentes. A las dos menos veinticinco sólo quedaban la
mitad de las mesas disponibles y a las dos menos cuarto todas estaban ocupadas,
a excepción de la reservada para treinta personas.
Victoria, Nico y Elisabeth
estaban acostumbrados ya a este tipo de situaciones y una perfecta organización
entre ellos hacía que todo marchase más o menos bien. Viéndoles trabajar cualquiera
pensaría que todo estaba perfectamente controlado aunque la realidad era que,
en muchos de los casos, ni siquiera ellos mismos sabían cómo iban a salir al
paso de todo el trabajo que se les podía acumular en cuestión de minutos. Aquel
viernes estaba siendo exactamente así. Un montón de mesas por atender, clientes
con prisa, esperando comer en poco tiempo sin reparar en el hecho de que cuando
todos llegan a la vez resulta bastante complicado hacer que el servicio se
acelere.
Victoria tenía a su cargo un
tercio de las mesas, Nico otro tanto y Elisabeth el resto. No hubo sobresaltos.
No hasta que un caballero de unos cincuenta años, alto, ataviado con un traje
visiblemente caro y con el semblante serio cruzó la puerta de entrada. En
seguida Daniel le recibió dándole la bienvenida.
–Tengo una mesa reservada a
mi nombre –anunció el hombre.
–¿Y usted es? –preguntó
Daniel.
–El señor Lombardía.
–Oh, por supuesto. La mesa
grande. Sígame por favor.
Los dos cruzaron el
restaurante hasta el lugar en el que la portentosa mesa estaba dispuesta y
lista para ser ocupada. El hombre echó un rápido vistazo y su rostro no tardó
en ensombrecerse. Daniel captó ese detalle al instante y, justo cuando iba a
preguntar al cliente por el motivo de su reacción, quiso morir al ver la gente que les seguía.
El encargado contó por alto. Cinco, quince, veintitrés, treinta y uno, treinta
y ocho, cuarenta y dos… No podría decir cuántas personas eran la que se
encontraba allí exactamente, pero lo que sí era seguro es que rebasaban los
treinta con mucho.
–Perdóneme por la pregunta
pero, ¿cuánta gente viene con usted?
–Cuarenta y siete personas
–contestó el hombre irguiéndose y escrutando al encargado, en espera de su
respuesta ante lo que resultaba ser un problema más que evidente.
–Discúlpeme un instante –la
voz de Daniel era un hilillo vibrante.
El encargado dirigió sus
pasos agitados hasta el atril a la entrada del restaurante, se hizo con el
libro de reservas y al tiempo que volvía hacia la mesa grande, leía una y otra
vez: “Señor Lombardía. 14:00 hrs., treinta personas”. “Treinta personas”. “Treinta
personas…”
El hombre clavó la mirada en Daniel
esperando una explicación convincente sobre aquel fallo inadmisible.
–Creo que ha tenido que haber
algún tipo de malentendido –apuntó un nervioso Daniel–. La reserva que aquí
figura es para treinta personas.
–Por supuesto –le espetó el
señor Lombardía–. Treinta personas son las que estaban previstas cuando llamé
por primera vez para encargar la mesa. Cuarenta y siete es la cifra definitiva.
–Pero la reserva es para
treinta personas–. Daniel no entendía bien lo que estaba pasando–. Treinta.
Aquí lo pone bien claro. Usted debería habernos informado del cambio.
El hombre apretó los labios, miró
un instante al techo y volvió a hablar.
–De hecho lo hice. El pasado
martes llamé avisando de que el número de comensales había aumentado hasta los cuarenta
y siete.
Daniel pudo sentir entonces
una apremiante sensación de vértigo, algo así como lo que experimentaría
despeñándose por un acantilado.
–¿Recuerda con quién habló?
–preguntó.
–Con una tal Lidia –respondió
el señor Lombardía.
De pronto todo cobró sentido
para Daniel, que alzó brevemente su mirada, como quien espera que el cielo se
abra y deje caer un rayo que le pulverice al instante. En ese momento supo que
era más que probable que él mismo matase con sus propias manos a aquel intento
fallido de camarera, pero en ese momento era más importante hallar una solución
al problema. Solución, por cierto, aparentemente difícil de alcanzar pues, con
un rápido vistazo, el encargado pudo darse cuenta de que no había ni una sola
mesa libre en todo el local. ¿Cómo podría entonces aumentar la mesa en cuestión
de minutos?
Mientras todo esto ocurría,
en el otro extremo del restaurante Victoria observaba la escena y, si bien no
llegaba a comprender lo que estaba pasando, sí que pudo darse cuenta de que
algo no iba bien. Vio como Daniel hablaba con aquel hombre y luego salía hacia
la barra, disparado como las serpentinas de los cañones al final de algunos
conciertos pop. Victoria retiró los platos sucios de la mesa que estaba atendiendo
y se dirigió hacia Daniel.
–¿Ocurre algo? –preguntó.
–No recuerdo haberte llamado
–respondió él, pretendiendo imprimir a su voz un tono tajante que sólo pudo
sonar desesperado.
–Sólo intento ayudar, si es
posible…
–¿Ayudar? Si eres capaz de
sacar de la nada mesas suficientes para diecisiete personas más me estarás
ayudando. De lo contrario, lo único que estás haciendo es molestar.
–¿Diecisiete personas más?
Pero, ¿de dónde han salido?
–¿Así es como ayudas tú?
–Bueno, no sé… –dijo ella
mientras pensaba–. ¿Y por qué no echamos un vistazo en la nave del material
viejo? Tal vez allí haya alguna mesa del antiguo restaurante que pueda servirnos.
Daniel quiso contestar con
menosprecio, pero sabía que la muchacha llevaba razón aunque, a decir verdad,
le resultaba un fastidio tener que admitir una sugerencia de la empleada a la
que menos soportaba, sugerencia, además, que desgraciadamente no se le había
ocurrido a él.
Juntos entraron a toda prisa
en la cocina, atravesándola en cuestión de segundos, para llegar al vestíbulo
de las puertas. Victoria no pudo evitar sentir un cierto toque de emoción. Por
fin iba a entrar en aquel lugar sellado permanentemente; sabía que allí no
había más que trastos viejos almacenados a lo largo del tiempo, pero era como
si algo le dijese que tanto celo por parte del Daniel y del dueño del Innuendo
por mantener aquel lugar cuidadosamente cerrado escondía algo más.
El encargado extrajo entonces
de su bolsillo unas llaves y procedió a abrir la puerta, que dejó escapar un
cargante aroma a rancio y a humedad. El mofletudo joven introdujo su cuerpo rechoncho
en la oscura estancia y, a tientas, buscó el interruptor en la pared. Una mortecina
luz amarilla procedente de una desabrigada bombilla en el techo reveló una
amplia cámara repleta de trastos y polvo, hecho que hizo a Victoria sentirse
ligeramente decepcionada al poner sus pies en aquel cuarto. Realmente allí no
se escondía más que porquería y cosas viejas, no aparentaba ser el cobijo de
algún oscuro secreto. Sobre las descoloridas paredes reposaban, como si de
nebulosos recuerdos del pasado se tratasen, viejas mesas y sillas, una antigua
cafetera carcomida por el óxido y la mugre, varios expositores de plástico que
alguna vez habían sido traslúcidos, un resquebrajado cuadro de cristal
promocionando una conocida marca de cerveza y varios objetos más, dispuestos
aleatoriamente y ocupando el primer lugar disponible en el momento de ser
depositados en aquella nave parecida a un mausoleo, todo ello cubierto por una
espesa capa de polvo que el tiempo había ido depositando calmadamente pero sin
ninguna pausa.
No tuvieron que mirar mucho a
su alrededor para descubrir una serie de viejas mesas cuadradas de patas
plegables apiladas contra la pared. Para Daniel fueron lo suficientemente
buenas como para cumplir su objetivo. Dispuestos estaban ya a transportarlas
hasta el restaurante cuando Victoria reparó en una mucho mayor, apoyada
verticalmente contra la pared del fondo.
–Daniel, ésta es perfecta
–dijo ella, acercándose a la mesa–. Es lo bastante grande para toda esa gente y
sólo tendremos que dar un viaje.
–Es demasiado grande –la
rechazó Daniel.
–¿Cómo va a ser grande? Es
justo lo que necesitamos –dijo Victoria, al tiempo que intentaba calibrar su
peso elevándola con ambas manos.
Daniel insistió con firmeza y
no sin cierta inquietud.
–Vicky, te estoy diciendo que
esa mesa no nos sirve. Déjala en su sitio y ayúdame con estas otras.
Por supuesto, Victoria no era
una persona que obedeciese sin planteárselo. Aquella mesa era buena y entre los
dos podrían llevarla al restaurante sin necesidad de volver una y otra vez
hasta allí, cosa que ocurriría si optasen por utilizar las pequeñas.
–Daniel, no te entiendo.
Acabaríamos antes llevando ésta.
El encargado, con su habitual
tono desagradable, aceleró hasta donde estaba Victoria e intentó hacer que la
joven soltase el tablero.
–¿Pero a ti qué demonios te
ocurre? –se indignó ella.
Hubo un breve forcejeo, un
tira y afloja y un pequeño susto cuando la mesa se inclinó, precipitándose
sobre ellos. Victoria y Daniel detuvieron la caída de aquel tablón en el último
momento, instante en el que Victoria descubrió una puerta metálica que
permanecía oculta tras la mesa sobre ella recostada.
–¿Y esta puerta? –preguntó.
Daniel le restó importancia.
–¿Esta puerta? Siempre ha
estado ahí. Unía este almacén con otro local que fue vendido a otro propietario
hace años. Por lo visto está tapiada, así que no conduce a ninguna parte en
realidad.
La voz del encargado sonaba
despreocupada en exceso. Aún así, Victoria no se detuvo a darle importancia, el
tiempo apremiaba y los comensales seguían esperando en el restaurante, por lo
que evitó cualquier otra pregunta. Sorprendentemente, Daniel decidió de pronto
que la mesa grande podría servirles. Entre los dos la sujetaron y, cogiéndola
uno por cada extremo, salieron de aquel sucio lugar en dirección al comedor.
Debería haberse requerido la
presencia de un notario para dar fe del tiempo record que los camareros
emplearon para montar la nueva mesa y unirla a la que ya estaba preparada. Toda
esta eficiencia, sin embargo, no pareció impresionar ni complacer al señor
Lombardía. El disgustado cliente seguía mostrándose molesto con toda aquella
situación. Por fin, todos los comensales pudieron ocupar sus sillas y, de este
modo, el primero de los escollos pareció quedar salvado. Sin embargo aún
quedaba otro problema, tal vez mayor.
Siempre que en el restaurante
había una reserva en la que el menú quedaba concertado con antelación era
costumbre preparar comida para cinco o seis personas más, pues no era raro que
al final apareciese algún invitado sorpresa y donde iban a ser quince
terminasen siendo veinte. Pero en esta ocasión, la diferencia era de diecisiete
personas, diferencia de la que, para colmo, se había avisado por adelantado.
Que el aviso hubiese resultado inútil no era culpa de los clientes esta vez y
eso agravaba la situación.
Daniel entró en la cocina con
conocimiento previo de lo estaba a punto de ocurrir, algo que ralentizaba sus
pasos en un intento de encontrar la forma más adecuada, si es que existía, de
decir lo que tenía que decir.
–Veamos –dijo intentando
imprimir autoridad en su voz–. Hemos sufrido un ligero contratiempo.
Todo el personal de cocina,
al unísono, se detuvo en sus quehaceres y giró la mirada hacia él, en actitud
defensiva, pues sabían bien que siempre que había algún pequeño problema éste
se traducía en enormes momentos de tensión provocados por la necesidad sacar en
un tiempo límite cantidades de comida imposibles.
–¿Qué sucede? –preguntó
amenazador Bernardo, el corpulento jefe de cocina, sacudiendo un cucharón
contra el recipiente en el que preparaba una salsa de un vistoso color rojizo.
Bernardo era un hombre grande
y fuerte de unos cuarenta y tantos años. Su uniforme blanco presentaba manchas
aquí y allá, algunas de ellas recientes, otras no tanto. Al hombre nunca se le
había dado mal la cocina y ya desde muy joven había demostrado su pericia ante
los fogones al tener que cocinar, entre otras muchas tareas, para su hermano
pequeño. Siendo Bernardo un niño, su padre había abandonado el seno familiar.
Su madre, obligada a trabajar durante la mayor parte del día, había delegado en
él gran parte de las tareas del hogar, sobre todo las relacionadas con el
cuidado del hijo pequeño. De este modo, Bernardo fue descubriendo todo un mundo
de posibilidades a la hora de combinar ingredientes y sabores y fue este el
camino que tomó a la hora de labrarse un futuro profesional. Así fue pasando
por distintos restaurantes hasta llegar a ocupar el puesto de jefe de cocina en
el Innuendo. Sin embargo, una cosa es la afición y otra muy distinta la
obligación y, poco a poco, Bernardo había ido perdiendo la ilusión inicial
hasta llegar al día presente, en el que el hombre se limitaba a hacer justo lo
que se esperaba de él y poco más.
–¿Qué es lo que ocurre?
–volvió a preguntar Bernardo a un dubitativo Daniel, que ya había perdido todo
reflejo de autoridad.
–Se trata de la comida para
treinta –respondió el encargado.
–¿Qué le pasa? Lo tengo todo
listo. Estoy esperando a que des la orden para empezar a servirla en los platos.
–Resulta –prosiguió Daniel
tragando saliva –que al final son unos cuantos comensales más.
–Pero eso no es problema –se
relajó el jefe de cocina–, sabes que siempre preparo unas cuantas raciones de
más.
–Son cuarenta y siete
personas –dijo Daniel casi hablando para dentro.
–¿¡Cuarenta y siete!? –tronó
Bernardo–. ¿Cómo pueden ser cuarenta y siete? La reserva estaba hecha para
treinta personas.
Al tiempo que se alteraba
acompañaba sus gritos con enérgicos movimientos de manos. El cucharón en una de
ellas provocaba una lluvia de salsa que regaba al resto del personal de cocina.
–Ha habido un cambio –dijo
Daniel.
–Te voy a decir por dónde me
paso yo el cambio –bramó Bernardo–. ¿Eres el encargado y no sabes que los cambios
se hacen con antelación? Que maldita manía tenéis de tragar con todo lo que
pide cualquiera. Si para aumentar el número de personas que van a comer hay que
avisar, pues hay que avisar, joder. Está claro que os importa una mierda lo que
tengamos que hacer los demás para sacar el trabajo adelante. Pues sin aviso
previo yo no hago cambios de última hora, así que a ver cómo te las apañas.
Conmigo no cuentes.
Daniel volvió a tragar
saliva.
–Bueno… lo cierto es que sí
han avisado.
–Entonces yo estoy volviéndome
idiota –ironizó Bernardo–. ¿Cómo puede ser que, siendo el jefe de cocina, esté
enterándome ahora de que son diecisiete personas más? ¿Me lo explicas?
Tras estas palabras y con un
movimiento seco apuntó con el cucharón hacia el encargado en tono acusador.
–Ha habido un malentendido
–tuvo que reconocer Daniel mientras se limpiaba con la mano la salsa en su
mejilla.
–¡Aquí el único malentendido
ha sido ponerte a ti en el puesto que ocupas! –vociferó el hombretón al tiempo
que blandía en el aire el cucharón que llevaba en su mano y que seguía esparciendo
salsa a su alrededor.
–¡Oye, oye! –le interrumpió
Daniel–. Que no ha sido culpa mía. Si es otro el que toma mal el recado, ¿qué
puedo hacer yo?
–¡Joder! –Bernardo lanzó el
cucharón por los aires, que salió volando en línea recta y que a punto estuvo
de impactar en la cabeza de otro cocinero si este no se hubiese apartado a tiempo–.
Al final resulta que la culpa siempre es huérfana, pero lo que no cambia es que
los que nos vemos con el problema encima somos otra vez los mismos. ¡Mierda de
camareros! ¡Me tenéis aburrido!
Haciendo acopio de valor,
Daniel intentó zanjar aquel ataque de ira.
–Muy bien. Lo que tú digas,
pero ahora tenemos un problema y lo mejor que podemos hacer es afrontarlo y
buscarle una solución.
–¡Que lo afronte y lo
solucione tu puta madre! –escupió Bernardo–. El encargo que me pasaste decía comida
para treinta y comida para treinta vais a tener. A mí se me avisa con tiempo,
es todo lo que tengo que decir.
En ese momento apareció en la
cocina la única persona que debería haber permanecido lo más alejada posible de
allí. Lidia cruzó el umbral de la puerta batiente mostrándose tontamente
escandalizada.
–¿Se puede saber cuál es el
mal rollo que hay entre vosotros? Se os puede oír desde afuera.
Al escuchar la voz de la
joven, los ojos de Daniel se convirtieron en sendas explosiones, idénticas a
las que suceden en el escenario de cualquier grupo ochentero de heavy metal.
–A ti tenía yo ganas de
verte. Ya hablaré contigo más tarde.
–¿Conmigo? –se extrañó la
joven–. ¿Qué es lo que pasa?
–¿No lo sabes? –Daniel
comenzó a descargar en ella toda la rabia contenida que no se atrevía a
utilizar en contra de Bernardo–. ¿Me preguntas tú a mí qué ha pasado?
–Claro que sí, porque no te
estoy entendiendo. No sé lo que quieres decirme, Daniel –respondió Lidia
inocentemente.
–¿Te suena de algo el señor
Lombardía?
–Pues no –aseveró la joven–.
¿Ese quién es?
–¿Estás segura de que no te
suena de nada?
–Ay, Daniel. Te estoy
diciendo que no.
–¿No sabes nada entonces de una
mesa de treinta personas que ha pasado a ser de cuarenta y siete?
En ese momento la llamada
telefónica de unos días atrás volvió a la mente de Lidia como si acabase de
producirse.
–¡Ay, Dios mío! ¡El señor
Lombarda!
–¿Quién?
–El señor Lombarda, sí. Llamó
para decir que la mesa que tenía reservada había de ser más grande.
–Exactamente –le espetó
Daniel–. ¿Y puedes decirme en qué parte del libro de reservas anotaste ese
cambio?
Lidia notó como el pulso se
le iba acelerando hasta asemejarse a la base rítmica de un tema hardcore.
–Yo lo apunté –dijo la joven
con voz temblorosa.
–¿En serio? –Daniel salió de
la cocina a toda velocidad para volver a entrar sólo unos instantes después con
algo en la mano. Era el libro de reservas, que lanzó contra Lidia, haciéndola doblarse
al recibir el golpe en el pecho–. ¿Dónde lo has anotado? Vamos, dímelo, porque
siempre he pensado que eres idiota pero tal vez el idiota sea yo y ni siquiera
sé ver lo que está escrito. Vamos, enséñamelo.
Lidia miró al suelo avergonzada,
al tiempo que un frágil hilo de voz luchaba por escalar por su garganta.
–No lo apunté en el libro.
–¿Cómo dices? –Daniel dio un
par de zancadas hasta situarse a escasos milímetros de la joven–. ¿Puedes
repetir lo que has dicho? Es que, además de idiota, debo de estar quedándome sordo.
–Que no lo apunté en el libro
–Lidia temblaba.
–¿Ah, no?
–No… Cuando llamó ese hombre
busqué el libro, pero no estaba en el atril de la entrada. Entonces pensé lo
más rápido que pude y se me ocurrió escribirlo en una hoja de papel.
–Muy bien –dijo Daniel
mofándose–. Vamos llegando al final del asunto. ¿Y dónde está esa hoja?
Por más vueltas que le daba
en su cabeza, Lidia no conseguía recordar que había sido de aquel trozo de
papel. Daniel siguió ahondando en la humillación a la que estaba sometiendo a
la joven, que continuaba mirando al suelo sin articular palabra alguna.
–Vamos, Lidia. Estamos
esperando a escucharte. Seguro que has guardado esa hoja de papel en alguna
parte, ¿verdad? ¿A que no has sido tan imbécil de perderla?
Lidia seguía sin contestar.
–¿¡A qué no!? –vociferó
Daniel–. ¿¡A qué no!?
Lidia permaneció en la misma
posición, de tal forma que parecía un indefenso animalito abandonado más que
cualquier otra cosa. Tal era así que hasta el mismo Bernardo terminó por apiadarse
de ella y puso fin a la desagradable escena que todos habían estado contemplando
con silenciosa congoja.
–¡Ya está bien, Daniel! No te
cebes con ella, deja de perder el tiempo en masacrarla. Alguna manera
encontraré de sacar de la nada comida para diecisiete personas.
Daniel fulminó con la mirada
a Lidia.
–Vuelve a la barra y ponte a
secar copas como si tu vida dependiese de ello–. No había terminado Daniel de
hablar cuando Lidia ya había cruzado la puerta de la cocina de vuelta al restaurante.
Bernardo y su equipo
improvisaron un aperitivo de bienvenida de rápida elaboración y complicada
degustación. De este modo, el tiempo dedicado por los comensales a dicho bocado
sirvió para que los cocineros desplegasen todas sus habilidades en la cocina.
Parte del equipo se dedicó a
preparar las ensaladas faltantes para el primer plato. El resto, capitaneados
por Bernardo, se las arreglaron para que el segundo plato, consistente en una
carne de ternera con salsa de setas y guarnición aumentase en cantidad. Para
ello tuvieron que sacar del congelador otra carne en salsa sobrante de días
atrás, descongelarla por partes en los tres hornos microondas disponibles,
limpiarla de salsa bajo el grifo y mezclarla con la que ya estaba preparada.
Este añadido hizo que la salsa de setas fuese un poco escasa para el resultado
final pero, dadas las circunstancias, era lo mejor que podía esperarse.
Finalmente la situación
parecía estar encarrilada. Vicky y Nico se esmeraban en dedicar la mejor de sus
sonrisas a todos y cada uno de los componentes de la mesa bajo la atenta mirada
de Daniel que, después de todo y a parte de gritar, era el que menos había
hecho por arreglar la situación.
Mientras todo esto sucedía,
en otra parte del restaurante, Elisabeth libraba su propia batalla. Victoria y
Nico habían estado ayudándola hasta la aparición de los problemas. Desde ese momento
Elisabeth se encontró prácticamente sola para atender el conjunto de mesas
restantes que, como no podía ser de otra forma, habían sido todas ocupadas.
Para terminar de complicarlo
todo, los cocineros, afanados en preparar lo más rápidamente posible la comida
que tantos problemas había generado, se estaban retrasando de forma considerable
con el resto de pedidos que Elisabeth seguía realizando y que comenzaban a acumularse
peligrosamente.
–Señorita, hace media hora
que hemos pedido. ¿Falta mucho? –preguntaba un impaciente cincuentón
sospechosamente acompañado de una joven de no más de veinticinco años.
–Esto me parece una vergüenza
–se quejaba una mujer con señales de cansada amargura en su rostro y rodeada de
tres inquietos niños.
–Si no me traen ya la comida
me largo. Algunos tenemos que trabajar, ¿sabe? –avisaba desde otra mesa un
caballero con un trasnochado traje.
Una desbordada Elisabeth
corría de aquí para allá pidiendo disculpas y entrando cada dos minutos en la
cocina con la débil esperanza de encontrar alguno de los platos que había
pedido.
–Sé que ahora mismo estáis
hasta arriba de trabajo –dijo pretendiendo sonar amable, algo que a la mujer
siempre le había costado –pero ¿os habéis olvidado de que tengo a medio puto restaurante
esperando por su comida? –gritó sin poder evitar finalmente su genuino
carácter.
–Tranquila, Elisabeth
–respondió una de las cocineras intentando calmarla con un tono suave–. En
breve nos pondremos con lo tuyo.
–¡No me jodas! ¿En breve? En
breve necesito que salga la comida desfilando, no que os pongáis a prepararla.
Bernardo se detuvo en sus
tareas para dirigirse a la camarera.
–¡Oye, tía! ¿Podrías dejar de
joder un rato? Aquí estamos intentando arreglar vuestros errores, ¿de acuerdo?
Te esperas lo que haga falta. Tus platos estarán listos cuando lo estén, ni
antes ni después.
–¿Perdona? –el rostro de la
mujer acababa de teñirse de un rojo intenso, producto de una cólera interna que
rara vez podía contener–. ¿Qué error es el que he cometido yo? ¿Me estás
llamando negada mental? ¡Si tú estás aquí solucionando problemas, eso convierte
esos problemas en tuyos y si tú tienes problemas aquí yo paso a tenerlos ahí
afuera! ¿Me has entendido? Así que intenta mirar hacia atrás en tu vida, vuelve
al momento en el que te enseñaron lo que era el respeto y ¡tenlo por el trabajo
de los demás!
–Que te den por el culo
–sentenció Bernardo para volver a sus tareas.
Elisabeth gustosamente le
hubiese destrozado la cara con una de las sartenes que lo invadían todo, pero
sabía que aquel pequeño momento de placer terminaría convirtiéndose en una gran
complicación más tarde. Sin embargo, algo tenía que hacer para descargar
aquella tensión que atenazaba todo su ser. La camarera cruzó la cocina y abrió
la puerta de una gran cámara frigorífica para cerrarla una vez hubo accedido al
interior. Todo el personal de cocina se quedó mirando fijamente hacia aquel
lugar en silencio, silencio que fue roto por una serie de grotescos gritos
desgarrados. Cuando éstos cesaron, Elisabeth volvió a aparecer ante todos los
presentes. Las facciones de su huesudo rostro parecían haberse relajado por
arte de magia. Tranquilamente cerró la puerta de la cámara frigorífica y, mientras
se arreglaba la oscura melena con una de sus manos, habló con una calma que
casi podría decirse que asustaba.
–Os agradeceré que cuando
alguno de mis pedidos esté listo para salir me aviséis, gracias–. Y con las
mismas abandonó la cocina.
La voz de uno de los
cocineros puso sonido al pensamiento alojado en la mente de todos.
–Está loca.
Era el Innuendo en aquel
momento un auténtico hervidero de gente, música y camareros acelerados, una
apurada escena que desde el piso de arriba, en la oscura oficina que se erguía
al final de la escalera art decó, era contemplada por una misteriosa sombra de
cuya presencia nadie se percataba.
Elisabeth volvió a meterse en
la cocina y, esta vez sí, encontró el primero de sus pedidos listos para salir.
A toda velocidad se hizo con él y se dirigió a la mesa correspondiente.
–¡Al fin! A punto he estado
de irme –dijo el hombre del traje rancio.
Elisabeth le dedicó una
disculpa y una falsa sonrisa y nuevamente voló hacia la cocina. En poco tiempo,
todos sus pedidos comenzaban a estar preparados y esto también se convirtió en
un pequeño problema. Los platos empezaban a acumularse a pesar de las continuas
idas y venidas de la camarera. Cansada de aquella sensación de abandono por
parte de sus compañeros echó un vistazo a su alrededor. Victoria y Nico
rellenaban las copas de los comensales en la mesa grande, Daniel no parecía
encontrarse por los alrededores y, en la barra, Lidia lavaba y secaba copas con
aire compungido. Sabía que no era la mejor alternativa, pero sí la única disponible
en ese momento así que Elisabeth se plantó en la barra con un par de zancadas.
–¡Lidia! ¡Échame una mano!
–¿Qué es lo que necesitas?
–Que vengas conmigo
–respondió Elisabeth impaciente–. Tienes que ayudarme a sacar los platos que
tengo en la cocina.
–Pero Daniel me ha dicho que
me quede aquí lavando copas.
Elisabeth apoyó las manos en
la barra y se acercó a la joven.
–Mira, bonita. Daniel dice
muchas cosas, si te vas a parar a escucharlas todas puedes ir poniéndote cómoda
porque la cosa va para largo. Además, ¿le ves por aquí? ¿A qué no? Pues siempre
es así. Daniel nunca está cuando le necesitas y alguien tiene que ayudarme. Los
otros dos están ocupados, así que… ¡premio! Te ha tocado a ti.
–Pero…
–¡Sígueme! –la interrumpió
Elisabeth al tiempo que salía hacia la cocina casi desintegrándose en el aire.
Lidia quiso contradecirle,
pero en el poco tiempo que llevaba trabajando en el Innuendo había aprendido
que con Elisabeth razonar se convertía en una tarea sumamente espinosa. La
joven ayudante de camarero fue, pues, detrás de su acelerada compañera.
Una vez en la cocina
Elisabeth se apresuró a pasarle a Lidia dos de los platos que allí esperaban.
–Ahí tienes. Estos son para
la mesa catorce.
Lidia se quedó mirando a
Elisabeth pensativa, decidiendo si hablar o no.
–¡Vamos! ¿A qué estás
esperando? ¿Al año nuevo chino?
–¿Cuál es la mesa catorce?
Elisabeth, resignada, puso
los ojos en blanco durante un segundo.
–Sales por la puerta de la
cocina y, de las mesas que están más cercanas a la barra, la tercera.
Lidia asintió con la cabeza y
allá se fue con un plato en cada mano. En medio de aquel bullicio nadie se
detuvo a observarla, pero si alguien lo hubiese hecho se habría sentido profundamente
invadido por un sentimiento de lástima. La rubia muchachita daba pequeños y
temblorosos pasos intentando que no se le derramasen las sopas de maíz que
transportaba. Se hallaba a medio camino de su destino cuando Elisabeth la
adelantó llevando dos platos en cada mano.
–¡Espabílate,
joder! Cuando llegues a la mesa vas a tener que dar la vuelta con las sopas
para volver a calentarlas –la apremió la que se distinguía como la camarera más
desagradable del Innuendo.
A duras penas Lidia alcanzó
la mesa sin verter el contenido de los platos, si bien los bordes de los mismos
mostraban las huellas de los temblorosos movimientos que los caldos habían sufrido
durante su inestable transporte.
Poco a poco, la ayudante de
camarero fue sacando algunos platos más. Viendo que cada viaje desde la cocina
a las mesas terminaba siempre con éxito, la joven fue aumentando su confianza y
en el último de los trayectos se atrevió con tres platos a la vez. Había
observado como Elisabeth se colocaba dos en una mano y en la otra llevaba el
tercero, así que pensó que tal vez pudiese hacer lo mismo y mejorar ligeramente
la pobre imagen que todos tenían de ella. Con lo que Lidia no contaba era con
el hecho de que su inexperiencia pudiese pasarle factura y con los tres
pequeños monstruos que, cansados de esperar pacientemente, martirizaban a todo
aquel que les rodeaba mientras su madre, aferrada a su teléfono móvil, permanecía
absorta en su conversación.
–¿Os queréis estar quietos de
una vez? –dijo la mujer de forma mecánica para seguidamente volver a su
cotorreo telefónico.
Uno de los niños, el que
aparentaba ser el menor de los tres, asomaba la cabeza por debajo de la mesa al
tiempo que se aferraba al pantalón de su hermano mayor y tiraba de él con
fuerza. Mientras, el mediano se había apoderado del servilletero y se afanaba
en lanzar servilletas al aire, dejando alrededor suyo un blanco manto de
celulosa.
El pequeñajo debajo de la
mesa seguía propinando tirones al pantalón de su hermano, cuyas protestas eran
ignoradas sistemáticamente por la mujer que, despreocupada, seguía charlando
animadamente con la persona al otro lado del teléfono.
–¡Mamá! ¡Dile a Carlos que me
deje en paz! –gritaba el muchacho dando sacudidas con la pierna en un esfuerzo
por librarse de los cargantes zarandeos de su hermano. La mujer, una de esas
cretinas cuya mayor meta en la vida era pasar por el altar, tener hijos porque
todas sus amigas los habían tenido ya y que debería haber sido obligada a pasar
un examen psicotécnico antes de parir, no dio la más mínima muestra de
inmutarse.
–Es increíble que esté
prohibido fumar en los lugares públicos y en cambio se permita esto –decía un
hombre en la mesa contigua a la mujer con la que intentaba disfrutar inútilmente
de su almuerzo–. Yo tengo que estar aquí sin poder ponerme un cigarrillo en la
boca por no perjudicar a los niños, pero tengo que soportar que esos pequeños
cabrones me jodan la comida con sus puñeteros gritos. ¡Después hablan del
egoísmo de los fumadores! ¡La sociedad entera es egoísta! Que no venga nadie a
convencerme de lo contrario.
Su acompañante femenina le
instó para que bajase la voz.
–¿Por qué voy a tener que
callarme? –se indignó el caballero–. Tendré que joderme, pero no lo haré en
silencio. Mírala –dijo señalando a la madre de los chavales con un movimiento
de cabeza–, si es que le importa una mierda. O eso o es que está sorda de tanto
darle al teléfono y es la única incapaz de escuchar los gritos de esos
cabrones.
Lidia pasó con los platos al
lado del hombre y a punto estaba de alcanzar la mesa de la discordia cuando el
sufrido hermano mayor, cansado de aguantar al pequeño, utilizó todas sus fuerzas
para propinarle a éste una enérgica patada en toda la cara, provocando la caída
de un par de cubiertos al suelo. El pequeño, aturdido durante unos segundos, tuvo
que dejarse caer hacia atrás. Fue tan solo un instante de inactividad; el
chaval mediano detuvo su mano en el aire, congelada tras lanzar la enésima
servilleta, alucinando ante la acción de su hermano mayor. Sus ojos pasaron
luego al menor, justo a tiempo de ver cómo se incorporaba y se secaba con rabia
el par de gruesos lagrimones resbalando por sus mejillas. El pequeño miró a su
alrededor y reparó en los cubiertos que acababan de caerse al suelo, tomó en su
diminuta mano el tenedor y sacando todas las fuerzas que podían obtenerse de su
cuerpecito lo clavó en la pierna que acababa de convertir su nariz en una
fuente sangrante.
El hermano mayor lanzó un
grito desgarrador que se alzó por encima de la música del restaurante, producto
del dolor subiendo por su pierna y recorriéndole la totalidad de su cuerpo, se
convulsionó en grotescos aspavientos de dolor moviendo sus brazos en todas las
direcciones. Fue justamente ese el momento en el que Lidia llegaba a la mesa y, como si de una fatalidad del destino se
tratase, el brazo izquierdo del muchacho y los platos en las manos de la joven
coincidieron durante un segundo en el mismo punto espacial.
Alertado por el grito que
había alcanzado cada rincón del restaurante, Daniel salió precipitadamente de
la oficina para contemplar una escena que, como poco, le puso el corazón a cien.
De las manos de Lidia tres
platos salían despedidos con tres destinos diferentes. El primero de ellos fue
a parar a una diminuta cabeza chorreando sangre que asomaba por debajo de la mesa;
el segundo resbaló por la espalda de la imposible aspirante a camarera, dejando
a su paso un reguero de sopa de maíz caliente; el tercero llegó un poco más
lejos y se coló por el hueco existente entre la mesa contigua y el hombre
sentado a ella junto a la mujer con el horror retratado en el rostro. Daniel
bajó corriendo las escaleras que llevaban desde la oficina al gran comedor sin
apartar la vista de la catastrófica sucesión de desgracias. El niño bajo la
mesa lloraba y gritaba intentando retirar de su cara aquel líquido caliente,
Lidia se contorsionaba y agitaba las manos de tal modo que podría haberse dicho
que bailaba al ritmo de la música, el hombre en la mesa miraba estupefacto el
plato volcado en su entrepierna, justo antes de levantarse de un salto, el
chaval con el tenedor clavado en la pierna forcejeaba por librarse de él y su
madre no sabía bien a cuál de sus hijos ayudar.
Ante el drama que se
desarrollaba frente a él, Daniel no supo muy bien cómo actuar. ¿Qué hacer
primero? ¿Socorrer al pequeño bajo la mesa? ¿Sacar el tenedor de la pierna del
otro muchacho? ¿Intentar calmar al hombre de la mesa de al lado? ¿Ayudar a la
madre de los chicos a relajarse? ¿Retorcerle el cuello a Lidia? ¿Suicidarse?
La mujer, que aún no había
soltado su teléfono móvil, se dirigió a Daniel mostrándose indignada.
–Supongo que es usted el
responsable en este restaurante, ¿verdad?
–Así es… –respondió un
dubitativo Daniel.
–Y supongo que será usted el
listo que en su momento decidió contratar a esta imbécil –dijo dirigiendo su
dedo acusador hacia Lidia.
–¿Yo? –se sorprendió la
aludida–. Pero si yo no he hecho nada.
Con un gesto cortante Daniel
le indicó que se callase. Luego fue él el que hizo uso de la palabra para
dirigirse a la mujer.
–Permítame darle la razón y
decirle que lo siento enormemente. Esta chica es una completa imbécil.
El hombre de la mesa de al
lado, sacudiéndose el pantalón manchado de sopa, intervino en la conversación,
interrumpiendo las disculpas de Daniel.
–Es una vergüenza lo que
ocurre en este restaurante. Supongo que pagan a los críticos que lo
recomiendan, porque es un desastre.
–Señor –tembló Daniel–, le
digo a usted lo mismo que a la señora. Lo siento muchísimo. No es habitual que
ocurran estas cosas.
–¡Si solamente se tratase de
eso! –vociferó el hombre–. Pero no parece usted entenderme. Cuando digo que
esto es un desastre me refiero al funcionamiento en general. No puede ser que
uno venga aquí a intentar comer tranquilamente con su mujer y tener que estar
todo el tiempo aguantando a niños tan impertinentes como estos sin que nadie,
en este caso usted que es el que está al cargo, haga nada en absoluto.
En ese instante la mujer, que
forcejeaba con el tenedor en la pierna de su hijo, se incorporó airadamente.
–¿Perdone? ¿Tiene usted algo
que decir en contra de mis hijos?
El muchacho chillaba a causa
del dolor producido por el tenedor.
–¿Que si tengo algo que
decir? –la desafío el hombre.
–Vale, está bien –se
interpuso Daniel–. Vamos a tranquilizarnos todos. Veamos, señor. Puedo
asegurarle que lo que ha sucedido aquí hoy no es habitual. Le suplico que no lo
tenga en cuenta. Para ello déjeme invitarle esta vez.
–¿Cómo? –se sorprendió el
hombre.
–Su almuerzo y el de su
señora corren por cuenta de la casa. Espero que sepan perdonarnos y que este
incidente no sea un impedimento para disfrutar del placer de su presencia en
una próxima ocasión.
El hombre pareció serenarse
entonces, invadido por la tranquilidad que da el saber que no será necesario
sacar la cartera.
–Mire, no se trata de que nos
tenga que invitar a la comida, cosa que le agradezco y que acepto, pero ciertos
comportamientos no pueden permitirse en un lugar tan renombrado como este.
–Le entiendo totalmente,
señor, y tiene toda la razón –asintió Daniel–. Puede creerme cuando le digo que
no volverá a ocurrir.
Tras una retahíla más de
sumisas disculpas y serviles reverencias por parte del encargado, el cliente
volvió a su mesa mucho más calmado. Sin embargo, la madre de los tres muchachos
seguía allí con un gesto que le retorcía el rostro de un modo en verdad
desagradable.
–Supongo que yo también estoy
invitada, ¿verdad?
Daniel sabía que el dejar que
un cliente se fuese sin pagar era siempre el último recurso, pero acorralado
como se sentía, no encontraba forma mejor de salir de aquella embarazosa situación.
–Sí, claro… Por supuesto que
usted también está invitada.
–¿Solamente yo? –inquirió
ella desagradablemente.
–¿Disculpe?
–Somos cuatro los que estamos
comiendo en esta mesa, y no pienso soltar ni un maldito céntimo después de lo
ocurrido.
–La entiendo perfectamente,
señora, pero le ruego que se ponga usted en mi lugar –suplicó Daniel.
La mujer puso los ojos como
platos.
–¿Me va a decir que después
de todo lo que ha ocurrido, después de que a uno de mis hijos le abrase la cara
esa inútil y después de que el otro esté ahí con un tenedor clavado en la
pierna, voy a tener que pagar la comida de los pobrecillos?
–Con todos los respetos
–tanteó Daniel, –que yo sepa ningún miembro del personal del restaurante le ha
clavado el tenedor a su hijo.
La mujer intentó vocalizar,
pero durante unos segundos no pudo emitir sonido alguno por lo que se llevó la
mano al pecho, víctima de un exagerado estupor. Finalmente, las palabras volvieron
a su boca.
–¿Está cuestionándome? ¡Esto
es inaudito! Mis hijos se encuentran en un estado lamentable y usted me
cuestiona –soltó ella con un tono que mezclaba a partes iguales indignación y
aflicción.
–Mamá, tengo ganas de hacer
pis –dijo el niño que permanecía ileso.
–¡Pues te aguantas! ¡Que te
pasas el día bebiendo agua! ¡No sé cómo no estallas! –el tono lastimero había
desaparecido por completo.
Daniel, temiendo que aquella
situación fuese a más hasta derivar en un escándalo mayor, terminó por aceptar.
–Muy bien, de acuerdo. Usted
gana. Sus hijos también están invitados. Espero que podamos olvidarnos de este
incidente y…
–¿Cómo? –interrumpió ella.
–¿Qué? –se desesperó él.
–Esto es increíble. Usted nos
invita a la comida y yo, como soy una vendida, pues acepto y ya está, ¿no? ¿Es
eso lo que espera usted que haga?
Daniel estaba a punto de
desfallecer.
–¿Pero qué es lo que quiere?
–La hoja de reclamaciones
–sentenció ella solemnemente.
Desde hacía unos minutos,
Victoria observaba la escena sin dejar de atender su mesa. En el momento en el
que se vio libre se acercó al lugar de los problemas y adoptando una angelical
expresión se hizo con el mando.
–Veamos si podemos poner un
poco de orden aquí –dijo.
La mujer le dedicó una mirada
inundada de suspicacia.
–No se preocupe –sonrió
Victoria–. Usted encárguese del pequeño. Llévele al aseo y lávele la cara con
agua fría. Mientras yo me llevaré a este hombrecito tan valiente a la cocina
–dijo apoyando su mano en el hombro del niño con la maltrecha pierna –y allí le
dejaremos la herida como nueva.
–¡Mamá, me hago pis! –volvió
a anunciar el mediano.
Agarrándolo con fuerza por el
brazo, la mujer se lo llevó junto al más pequeño, arrastrando a ambos hasta el
cuarto de baño.
Y así, en un abrir y cerrar
de ojos, la situación se había reducido considerablemente en intensidad.
Mientras la mujer se hacía cargo de dos de sus hijos en los lavabos, Victoria
estaba ya en la cocina sacando el tenedor de la pierna del muchacho y curándole
la herida con gran mimo y esmero.
Al poco, la mujer abandonó
los aseos arrastrando nuevamente a los niños. Daniel salió a su encuentro,
mostrando un servil interés por los críos. El mediano le miró con una sombra
maliciosa en los ojos.
–Te la vas a cargar –decía sin dejar de sonreír.
Daniel intentaba hacer caso
omiso de las palabras del chico aunque, alterado como estaba, no podía evitar
pensar en lo deliciosa que sería la legalización del aborto retroactivo. En
éstas estaba el atribulado encargado cuando Victoria apareció con el mayor de
los hermanos, mucho más relajado. Al ver esto, Daniel pareció calmarse también,
sobre todo cuando la mujer sonrió.
–Bueno, finalmente parece que
todo se va solucionando –dijo.
–No quiero hablar con usted
–le interrumpió ella borrando todo signo de amabilidad en su rostro y girándose
hacia Victoria.
–Muchas gracias, es un
consuelo saber que al menos una persona en este restaurante sabe lo que hace.
Debería plantearse trabajar en otro lugar, creo que este se le queda pequeño.
–Se lo agradezco, pero no se
preocupe. Aquí estoy bien. Hoy ha sido un día un poco raro, pero normalmente
las cosas marchan bien, todo sobre ruedas… –mintió una sonriente Victoria.
Daniel, viéndose ignorado y
sin soportar los elogios hacia la joven, optó por alejarse de la mesa unos
cuantos pasos. La mujer y la camarera siguieron hablando durante unos instantes
más. Después, Victoria se dirigió al encargado, llevándoselo a parte.
–Ha accedido a no poner
ninguna reclamación.
–Me parece bien –dijo él
escuetamente, evitando tener que agradecerle a Victoria su intervención.
–En cuanto a la factura de la
comida, agradece que el restaurante se haga cargo de ella.
–¡Mierda! Al final comerá
gratis la mitad de la clientela.
–Tú verás. Al más mínimo
problema que surge no dudas en invitarles.
Daniel, viendo flaquear aún
más su autoridad, ignoró a Victoria y se fue en busca de una víctima más fácil
de digerir.
–¡Lidia! Acompáñame a la
cocina.
La aludida, con evidente
temor, siguió el camino hecho por su superior y tras ellos, adivinando la
escena que estaba a punto de producirse, fue Victoria.
Los cocineros reían
divertidos al escuchar el relato de los hechos acaecidos minutos antes en el restaurante
de boca de Elisabeth cuando Daniel y la protagonista de la historia cruzaron la
puerta. Segundos después Victoria hizo lo mismo, yéndose silenciosamente hacia
una esquina de la cocina simulando buscar algo en la nevera de los postres.
–Lidia, quiero que me digas
en qué estabas pensando en el momento que te dije expresamente que no
atendieses nunca una mesa.
–Lo siento mucho, Daniel. Sé
que me lo has dicho muchas veces y sé que no tendría que haberlo hecho, pero
esta vez ha sido distinto. Elisabeth necesitaba ayuda y…
–¿Ayuda yo? ¿De ti?
–interrumpió la aludida–. No llevo
trabajando en este restaurante desde hace años por necesitar ayuda. Yo me las
apaño sola, lo único que necesito es que no me mezcléis en vuestros asuntos.
Bastante tengo yo con lo mío.
El semblante de Lidia se tiñó
de sorpresa al verse acorralada.
–Pero Elisabeth, fuiste tú la
que me pidió que…
–¿Pretendes responsabilizar a
los demás de lo que es tu culpa? –la frenó Daniel entendiendo lo que había
ocurrido realmente, pero sin renunciar a su intención inicial.
–Mira, Lidia. Me pareces una
buena chica, pero todo lo que tienes de buena lo tienes de tonta y que conste
que no digo esto con ánimo de ofenderte. Tómatelo más bien como una crítica
constructiva que espero te sirva para el futuro. Tienes que aprender a escuchar
lo que se te dice y no dejar que las palabras reboten en esa cabeza hueca que
tienes. Si te pido que no atiendas mesas eso significa que no atiendas mesas.
Soy el encargado de este negocio y algo sé de todo esto, ¿entiendes? Cuando te
conocí, un par de minutos fueron suficientes para saber que nunca llegarías a
nada en este restaurante y, aun así, te di la oportunidad. Como tú misma has
podido ver, esa oportunidad no ha servido para nada, pues ni siquiera eres
capaz no sólo de hacer lo que se te pide sino de no hacer lo que se te dice que
no hagas. ¿Acaso pensabas que era un capricho mío el que no te acercases a las
mesas? Pues ya ves que no, que yo estaba en lo cierto. De un ser tan
absolutamente inútil como tú no puede esperarse ni tan siquiera que deje las
copas todo lo limpias que tienen que estar, ¿cómo entonces iba a permitirte
servir una comida cuando está claro que no vas a llegar a la mesa sin provocar
un desastre?
Ante aquellas palabras, Lidia
esperó sufrir un desmayo o una muerte repentina incluso, cualquier cosa con tal
de no ser consciente de la vergüenza que la turbaba al sentirse objeto de los
cuchillos que Daniel le lanzaba en forma de palabras y de las miradas de todos
los presentes. Sus ojos buscaron a Elisabeth con la esperanza de que esta se
apiadase y reconociese que había sido ella la que había reclamado su ayuda.
Cierto es que en su rostro pudo adivinar un cierto atisbo de malestar, pero
esto no impidió que la camarera alzase la cabeza y mirase para otro lado.
Lidia, viéndose traicionada y abandonada, dejó su mirada fijada en algún
indeterminado punto infinito, dispuesta a ser aplastada por el peso de las
palabras de Daniel.
–Puedes estar segura de que
he conocido a muchos camareros absolutamente inútiles, pero tú te llevas el
premio gordo.
Victoria, que también se daba
cuenta de lo que había sucedido en realidad, no pudo evitar intervenir.
–Vamos, Daniel. ¿No crees que
ya está bien? Nos has dejado claro a todos lo que piensas de la pobre chica.
Déjala ya en paz.
–¡Vaya! Ya estabas tardando
en meterte donde nadie te llama.
–Es que no es necesario que
nadie me llame. Llevas un buen rato pasándote de la raya. Está claro que Lidia
no tiene toda la culpa. Tal vez Elisabeth tenga algo que decir al respecto.
–¿Qué voy a tener yo que
decir? –preguntó Elisabeth fingiendo sentirse ofendida–. Lo que no se puede
hacer es contratar a gente no profesional. No sé por qué siempre pasa lo mismo
en este oficio. Es como si cualquiera sirviese para ser camarero. A Dios
gracias que no ocurre igual con los médicos. ¿Os imagináis lo que podría ser
eso? ¿Qué tengan que operarte de apendicitis y te amputen una pierna?
–¿Es algo de eso lo que te
ocurrió a ti, Elisabeth? –preguntó Victoria desafiante–. ¿Se equivocaron y te
extirparon el cerebro?
–¿Perdona? –Elisabeth se alzó
indignada–. Pero qué oportunidad más maravillosa de quedarte callada acabas de
dejar pasar. Mira, Daniel. La profesional que soy no merece soportar esto.
Vengo a trabajar todos los días, cumplo con mis obligaciones y ¿tengo que
permitir que me insulten? No, no lo voy a aceptar, ¿queda claro? Espero que
hagas algo porque de lo contrario vas a tener que salir a la calle y traer a
rastras a la primera fulana con el estómago vacío que te cruces para ocupar mi puesto.
¿Entiendes lo que digo? Estoy a un pasito muy diminuto de la dimisión.
–Eso no te lo crees ni tú
–apuntilló Victoria.
–¿Se puede saber que te he
hecho yo a ti? –clamó Elisabeth–. ¡Debes de creerte muy importante para
tratarme como a una bazofia, un despojo, una indigente, una menesterosa, una
roñosa repugnante…!
–¡Ya basta! –bramó Daniel–.
¡Fuera las dos de la cocina! ¡Ahora mismo! ¡Quiero ver a cada una en su puesto
inmediatamente!
Ambas camareras dedicaron al
encargado una mirada de desprecio, cada una por sus propios motivos, pero
prefirieron no empeorar las cosas y obedecieron. Una vez salieron por la puerta
Daniel se dirigió de nuevo a Lidia.
–En cuanto a ti, quiero que
recojas tus cosas, pases por mi oficina para pagarte lo que se te debe y desaparezcas
de aquí.
–¿Qué? –se angustió Lidia.
–Que estás despedida, ¿acaso
tampoco entiendes eso? –se burló Daniel. –Des-pe-di-da. Fuera. En la calle.
–Daniel, lo siento mucho, de
verdad. Sé que he metido la pata y es que tienes razón, soy una idiota. Pero
por favor, dame una oportunidad.
–¿Una oportunidad? ¿Para qué?
¿Para que acabes incendiando el Innuendo? No, será mejor dejar las cosas como
están. Así que date prisa. Cámbiate y pásate por la oficina. Allí te espero.
El rostro de la joven era una
atribulada mueca de desazón que el encargado no pasó por alto.
–Vamos, no te pongas así.
Esto no sólo es un fastidio para ti. ¿Crees que me agrada tener que ponerme a
buscar otro camarero? No sabes lo pesado que es tener que entrevistar a treinta
inútiles como tú para poder encontrar a uno que supere mínimamente la media.
Y tras estas palabras, Daniel
abandonó la cocina dejando a Lidia sumida en su pesar ante la atenta mirada del
resto del personal. Desde el restaurante, la voz de Diana Ross jugueteaba en el tema de 1980 “Upside Down” (“Boca
Abajo”). A la joven le pareció irónico que la letra de hablase de amor y, sin embargo,
describiese tan bien lo que acababa de suceder. La canción reflejaba los
sentimientos de una mujer que se sentía puesta del revés, boca arriba, boca
abajo y dando vueltas sin parar cada vez que estaba ante determinado hombre.
Exactamente lo mismo que le ocurría a Lidia con Daniel sin tener nada que ver
con el amor.
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