En cualquier profesión en la
que nos detengamos a echar un vistazo encontraremos trabajadores de los más
diversos y variados tipos. El sector hostelero no es una excepción y así, podemos
topar con el camarero entregado y servicial, el que se cree un maestro y es el
único en no darse cuenta de su mediocridad, el que se limita a cumplir porque
tan sólo se trata de un trabajo, el que realmente ama su profesión, el que la
odia o el que se dedica a servir mesas por casualidades de la vida y jamás será
capaz de enterarse de lo que se trae entre manos.
Podría decirse que este
último tipo es al que Lidia representaría perfectamente. Cierto es que su
experiencia anterior al Innuendo era completamente nula y que tan sólo hacía un
par de meses que había empezado a trabajar en el restaurante, pero lo que nunca
nadie podría negar es que la joven era una completa y absoluta negada.
Lidia nunca había destacado
por sus logros académicos o, para ser justos, debería decirse que nunca se
había tomado la molestia de comprobar hasta qué punto estaba capacitada. Su
paso por el instituto había sido una sucesión de exámenes fallidos y
asignaturas pendientes; la física, las matemáticas o la historia no habían
despertado en ella el más mínimo interés. Sus preocupaciones giraban siempre en
torno a otros asuntos más prácticos tales como la elección de los zapatos
adecuados para usar con la falda que combinaba con la blusa que iba de
maravilla con el colgante que se había comprado tras descubrirlo en una página
sobre tendencias de internet. Pero que nadie se lleve a engaño, pues por los
surcos de su cerebro no sólo transitaban los asuntos textiles. Lidia era capaz
de forzarse a sí misma para levantarse por la mañana hora y media antes de lo
habitual para untarse distintas cremas por todo el cuerpo y para maquillarse a
conciencia según lloviese o hiciese sol.
Es de suponer que si se
hubiese consagrado a los estudios tal como lo había hecho al cuidado de su
aspecto, en la actualidad podría tener, como poco, tres carreras, un máster,
cuatro idiomas hablados y escritos y dos tesis publicadas. Pero no era este el
caso; de hecho, Lidia siempre había parecido pensar que si estudiar daba frutos
debería entonces dejarse esa tarea a los árboles. En su cabecita rubia no había
sitio más que para ropa y maquillaje. Bien podría decirse que su mente estaba
dividida en estanterías y mostradores.
De este modo, a los chicos
del instituto, cuyos cerebros habían delegado en la testosterona, no les
resultaba demasiado difícil aplacar su tensión con la joven. El trabajo que empezaba con aduladoras palabras
en la oreja continuaba con dedos juguetones bajo la falda y terminaba con Lidia
retocándose el carmín de los labios en los aseos del instituto.
Y así, tras varios ligues y
muchos suspensos, Lidia acabó abandonando el bachillerato tras pasar por él sin
que éste hubiese pasado por ella. Desde ese momento, su vida había sido un
constante ir y venir por diversos empleos de muy distinta índole, pero todos
ellos mal pagados y siempre acompañados de largos periodos de inactividad entre
uno y otro. Lo cierto es que Lidia tampoco hacía grandes méritos para ser
contratada en una empresa seria y, cuando alguien se decidía a darle una
oportunidad, difícilmente lograba conservar su puesto más allá de cuatro o
cinco meses.
Había sido gracias a su
padre, cliente habitual del Innuendo, que fue contratada en el restaurante como
ayudante de camarero. Generalmente, este puesto implica realizar las labores de
un camarero profesional y cobrar el salario del ayudante pero, en el caso de
Lidia, sueldo y funciones iban a la par. Nadie esperaba de ella que fuese capaz
de servir una mesa, ni tan siquiera de abrir una botella de cola sin agitarla
antes, como si de un batido se tratase. Su padre, consciente de ello, había hecho
prometer a su hija que esta vez todo sería diferente y que intentaría conservar
su empleo a base de esfuerzo e interés por aprender. Sin embargo, para cuando
su padre terminó de hablar, la joven llevaba ya rato intentando imaginar cómo
sería su uniforme y qué zapatos serían los más adecuados para combinar con el
mismo e impresionar así a sus nuevos compañeros.
De este modo fue como Lidia
se presentó en el Innuendo, en su primer día de trabajo, dispuesta a triunfar
subida a unos imposibles tacones de aguja. Por supuesto que sus compañeros
quedaron impresionados y por supuesto también que nunca más volvió a repetir
aquella osadía. Le costó más de una semana recuperar la sensibilidad en los
pies.
Sabiendo todo esto no es de
extrañar que fuese necesario poco tiempo para que las cosas se torciesen. Desde
que puso sus entaconados pies en el Innuendo, Lidia había demostrado ser capaz
de meter la pata de las formas más variadas. Fueron muchas las ocasiones en las
que Daniel, el encargado del restaurante, había tenido que llamarle la atención
y todas y cada una de ellas habían sido completamente inútiles. Lidia volvía a
pifiarla una y otra vez y así fue hasta el día en el que la torpeza de la joven
alcanzó un nuevo nivel.
Era una mañana de martes, el
restaurante había abierto hacía media hora y no se encontraba mucha gente en el
local cuando el timbre del teléfono se abrió paso a través de la tranquila
música que en ese momento sonaba. Lidia había sido advertida con anterioridad
de no contestar a las llamadas telefónicas pero, aburrida como estaba de
pasarse el día limpiando, decidió hacer caso omiso de la orden y tomar el
recado.
–Restaurante Innuendo.
¿Dígame? –dijo nada más levantar el auricular.
–Buenos días –respondió la
voz de un hombre al otro lado–. ¿Podría hablar con el gerente, por favor?
–Pues ahora mismo está
ocupado –respondió ella–. Si quiere puede llamarle dentro de un rato.
–Vaya, es que estoy
trabajando y no puedo pasarme la mañana haciendo llamadas –apuntó la voz del
hombre con un cierto toque de molestia.
–Bueno… –dudó Lidia–. Si
quiere puede darme el recado a mí.
–Y ¿puedo saber con quién
estoy hablando?
–Yo soy Lidia.
–Bien, Lidia. Tengo una mesa
reservada para este viernes al mediodía, concretamente a las dos de la tarde,
para treinta personas…
–Un momentito, por favor
–interrumpió ella.
Antes de que el hombre
pudiese reaccionar, Lidia ya había soltado el teléfono y había salido corriendo
en busca del libro de reservas. Lo habitual era encontrarlo en un atril situado
junto a la puerta de entrada, muy cerca de donde ella hablaba por teléfono,
pero para disgusto de la joven, el libro no estaba allí. Miró a su alrededor
esperando encontrarlo sin recordar que todas las mañanas Daniel se lo llevaba a
su oficina para repasar las reservas del día y organizar las mesas. De pronto,
la luz se hizo en la mente de Lidia, a la que se le ocurrió apuntar el recado
del hombre en un papel para transcribirlo al libro más tarde, cuando fuese
capaz de encontrarlo. Lidia salió corriendo hacia la barra, pero cuando estaba
a punto de llegar se detuvo un instante y dirigió su mirada al teléfono. Fue
entonces hasta él y se lo llevó a la oreja.
–¿Oiga? –preguntó.
–Sigo aquí… –el hombre
parecía impacientarse.
–Muy bien, caballero. No
cuelgue, ahora mismo le tomo nota –y nuevamente salió corriendo.
Rita, otra de las camareras,
atendía en la barra a un hombre de mediana edad con traje y gabardina, que
pedía un café con leche con doble carga de café y sin azúcar. Lidia se precipitó
hacia la barra hasta casi atravesarla.
–¡Rita! ¡Rita! Necesito papel
y bolígrafo.
Rita, que se encontraba en
ese momento manipulando la cafetera, le hizo un gesto con la mano indicándole
que bajase la voz. A juzgar por su comportamiento, Lidia no había entendido la
indicación.
–¡Rita! ¿No me oyes? ¡Es
urgente! Necesito un papel y un bolígrafo. ¡Rita! ¡Rita! ¿Me haces caso?
La camarera, temiendo que
Lidia disparase una bengala al aire allí mismo para hacerse notar, dejó la
jarra metálica con leche apoyada en la cafetera, calentándose sola, y aceleró sus
pasos hacia un cajón cercano del que extrajo un bolígrafo y una libretita que
de un manotazo depositó en la barra, frete a una agitada Lidia.
–¡Ahí tienes! Y la próxima
vez intenta que no se enteren en la peletería de enfrente de lo que necesitas.
O mejor todavía, cógelo tú misma.
Lidia le dedicó una sonrisa
cargada de sarcasmo y burla al tiempo que arrancaba una hoja de la pequeña
libreta, antes de volver hacia el teléfono. Ciertamente Rita era la única
empleada del Innuendo a la que Lidia no veía con muy buenos ojos. Acostumbrada
como estaba a ser el eje central de la atención del sexo opuesto, el tener
trabajando junto a ella a una joven que, como poco, la igualaba en atractivos y
sin necesidad de excesos cosméticos no era un plato que disfrutase tragar. Con
gusto le hubiese arrancado uno a uno todos sus largos rizos negros.
–Disculpe la espera –dijo al
recuperar el teléfono–. ¿Oiga? ¿Oiga, señor? ¿Sigue usted ahí?
–Sigo aquí –respondió el
hombre con resignación–. No te preocupes, me he mantenido ocupado esforzándome
en no dormirme.
–Lo siento mucho. No quería
hacerle esperar, pero soy nueva aquí y…
–No todos nos podemos
permitir el lujo de perder el tiempo –la interrumpió el hombre tajantemente–.
Si me disculpas me gustaría pasar al motivo de mi llamada. ¿Crees que será
posible?
–Sí, claro. No se angustie,
hombre, que el mundo no se va a terminar mañana –dijo ella al tiempo que dejaba
escapar una risita nerviosa.
–¿Perdona?
Lidia se dio cuenta de que lo
único que hacía era empeorar la situación.
–Bueno… pues usted dirá.
¿Para qué llamaba?
–Te decía antes, cuando me
dejaste con la palabra en la boca, que tengo una mesa reservada para este
viernes a las dos de la tarde.
–Viernes a las dos –repitió
Lidia mientras escribía en la hoja de papel, intentando demostrar que sabía lo
que se traía entre manos.
–Exactamente –ratificó el
hombre–. La reserva es para treinta personas.
–Treinta personas.
–Pero el número ha aumentado.
Seremos cuarenta y siete.
–Cuarenta y siete.
–Se trata de una comida de
empresa y…
–De empresa.
–Sí, de empresa –empezó a
molestarse el hombre de nuevo–. Es una comida de empresa y se han añadido
diecisiete personas más…
–Diecisiete personas.
–En definitiva, que vais a
tener que aumentar la mesa para que…
–Aumentar la mesa.
Aquello empezaba a parecer
guasa más que cualquier otra cosa.
–Sí, eso es lo que estoy
diciendo. Hay que aumentar la mesa. En cuanto a la hora y el menú, todo sigue
sin cambios.
–Todo sin cambios –Lidia
estaba convencida de estar impresionando al hombre con el dominio que demostraba
tener de la situación. Fue en ese momento cuando su mirada se posó en un
interesante joven que acababa de cruzar la puerta y que caminaba hacia la
barra. Lidia decidió que aquel pastelito no se le podía escapar y menos aún iba
a permitir que Rita tontease con él estando ella presente. De pronto, el
diálogo con el hombre al teléfono había perdido todo el interés de la joven.
–Vale, muy bien –dijo
intentando dar por zanjada la conversación–. No se preocupe, que ya queda todo
aquí apuntadito, ¿sí? Venga, buenos días.
–¿No vas a preguntarme a
nombre de quién está hecha la reserva? –preguntó el perplejo hombre, sin darle
tiempo a Lidia para colgar el teléfono.
–Sí, claro –respondió ella
impaciente–. Ahora iba a preguntárselo; es que se me ha adelantado usted. A
ver, ¿cuál es su nombre?
El joven había alcanzado la
barra y se sentaba ya en un taburete.
–La reserva está hecha a
nombre del señor Lombardía.
–Pues, de acuerdo señor
Lombarda. Su reserva ha sido correctamente formalizada. Gracias y que tenga
usted un próspero día.
Tal rimbombancia a la hora de
despedirse le había parecido adecuada. Ya se sabía que a este tipo de gente le
gustaba los comportamientos exquisitos y eso pasaba, según le parecía a Lidia,
por utilizar palabras lo más rebuscadas posibles. Ese rebuscamiento no llegaba
muy lejos en el caso de la muchacha, a la que el corazón empezaba a
acelerársele al ver que Rita estaba cobrando al caballero del café con doble
carga de café y a punto de irse hacia el joven. Así pues, colgó el teléfono con
tal celeridad que el hombre al otro lado no pudo ir más allá de la sílaba “lom”
cuando quiso corregirla e indicarle que su apellido era Lombardía y no Lombarda.
Lidia salió rauda hacia la barra. Tal fue la velocidad de sus movimientos que
el papelito en el que acababa de apuntar todos los datos que el caballero le
había dado salió volando yendo a parar al suelo, justo al lado de la puerta.
Sólo cinco minutos después acabaría en una papelera de la calle cuando el
hombre del café con leche con doble carga de café se diese cuenta de que lo
llevaba pegado a la suela del zapato.
El despertador rompió el
silencio de la mañana del viernes a las nueve en punto. Victoria se desperezó
en la cama y deseó tener un par de horas más para poder dormir, pero no podía
ser. La noche anterior, cuando Daniel les había cambiado el turno a ella y a
Nico, a diferencia de su compañero, ella se lo había tomado con bastante
resignación pero esto no quería decir ni mucho menos que estuviese de acuerdo.
De hecho, ahora le resultaba difícil aceptar el cambio de buen grado; el cuerpo
humano no es un reproductor mp3, que se conecta a la red eléctrica durante tres
o cuatro horas y ya está listo para funcionar. Victoria, como casi cualquier
ser humano, necesitaba unas ocho horas para descansar y no siempre resultaba
fácil disponer de ellas cuando demasiados días salía de trabajar a las dos o
las tres de la mañana para reincorporarse a su puesto a las once del día
siguiente. Sabía que la vida de camarero tenía incontables inconvenientes y
aquel era uno de ellos, pero estaba segura de que había otra forma de hacer las
cosas.
Tras una rápida ducha, un
café tibio y con sus ojos azules aún parcialmente hinchados, salió corriendo de
su casa. Durante el trayecto de veinte minutos en metro hasta el centro de la
ciudad, Victoria estuvo debatiéndose entre la necesidad de echar una cabezadita
y el temor a pasarse de estación.
Faltaban cinco minutos para
las once de la mañana cuando la joven cruzó la puerta verde que funcionaba como
entrada trasera del Innuendo. Tras cambiarse en el vestuario, atravesó el
almacén hasta el fondo, donde un acceso se abría a una especie de vestíbulo en
el que se encontraban otras dos puertas, una enfrente que accedía a la cocina y
otra a su izquierda, que siempre permanecía invariablemente cerrada. Victoria
sentía cierta intriga por saber qué era lo que se ocultaba allí detrás pero, al
parecer, simplemente se trataba de una antigua nave en la que se guardaba viejo
material del Innuendo, anterior a la reforma que lo había convertido en el
templo dedicado a la cultura de los ochenta y los noventa que ahora era. A su
derecha, una escalera ascendía para terminar a los pies de una tercera puerta,
que resultaba ser la entrada trasera al despacho del propietario del Innuendo,
Biel León, un misterioso hombre que rara vez se dejaba ver por allí y con el
que prácticamente ningún empleado había tenido contacto alguno.
Victoria se frotó los ojos
durante unos segundos, intentando darles un aspecto de despejados que, ni de
lejos, llegaban a aparentar y luego entró en la cocina para cruzarla hasta las
puertas batientes que se abrían a la gran sala. Allí las mesas se disponían
alineadamente a su izquierda y la barra se alzaba majestuosa a su derecha.
Daniel se encontraba ya en el
restaurante. Curiosamente, presentaba una imagen bastante despierta, teniendo
en cuenta que la noche anterior aún se había quedado un rato más después de que
ella y Nico se fuesen.
–¡Vicky! Buenos días –saludó
el encargado con una alegría que resultaba del todo insultante.
–Buenos días… –respondió ella
sin tanta efusividad.
–Llegas justo a tiempo para
que te ponga al día–. Y, señalando una de las hileras de mesas dobles, la más
cercana a la cocina, siguió hablando–. En cuanto se presente Nico juntaréis estas
siete mesas. Después las preparareis de modo que haya catorce comensales a cada
lado y uno en cada cabecera.
Para cuando Nico hizo acto de
presencia, a eso de las doce menos cinco, Victoria ya había puesto las mesas
juntas, dispuesto la vajilla y la cubertería y estaba colocando las copas.
–Lo siento… –se disculpó Nico
arrastrando un ronca voz–. No tenía intención de llegar tan tarde.
–No estoy yo tan segura de
eso –respondió ella sin levantar la vista de la mesa, dando a entender que el
retraso no le había agradado.
–Te lo juro, Vicky. No volví
muy tarde a casa.
–¿Que no volviste tarde,
dices? Perdona, Nico, pero cuando nos fuimos de aquí ya era tarde. Así que por
pronto que llegases a tu casa, siendo más tarde de lo tarde que nos fuimos y teniendo
en cuenta lo pronto que se hace tarde cuando uno está de fiesta, no podrás
negar que tuvo que ser tardísimo.
Nico tenía la mirada perdida.
–Vicky, si me hablas así
corro el riesgo de que me reviente la cabeza.
La joven miró entonces a su
compañero para darse cuenta de que sus ojos presentaban unas intensas
ramificaciones rojas.
–¡Y encima vienes en ese
estado! En serio, Nico. No entiendo cómo te mantienes en pie, pero esto que
estás haciendo te pasará factura algún día.
–Tía, por favor –dijo un
suplicante Nico–, no es el mejor momento para darme sermones. Además, no es lo
que piensas. Si estoy así por el disgusto que me acabo de llevar.
–¿Qué ha ocurrido? –se asustó
Vicky.
–Es mi abuela, se ha muerto.
–¡Oh, cuánto lo siento, Nico!
No lo sabía pero, ¿qué ha pasado?
–No sé, en teoría nada.
Supongo que se ha muerto de vieja.
–Pues es una pena. Por lo que
has comentado otras veces era una señora llena de vida, qué lástima.
–Sí, que lo era. A sus años y
todavía salía a caminar todos los días. Había veces que hasta se hacía ocho
kilómetros.
–¡Que vitalidad! Bueno,
supongo que lo único malo de sus paseos sería la reacción de la gente al cruzársela
¿no?
–No te entiendo.
–Quiero decir que al verla
con la cara desfigurada, arrastrando los pies, la piel caída a trozos y
escupiendo gusanos, la gente saldría despavorida.
–¿Qué dices? –se extrañó el
joven–. ¿Por qué hablas así de mi abuela?
–Porque es la tercera vez que
se te muere en lo que va de año, Nico. Al menos podrías tener la memoria
suficiente para recordar las excusas que das cada vez que llegas tarde.
–¿Ya te lo había contado
antes? –preguntó él arrugando la frente.
–Sí, ya lo habías hecho.
–¿Qué ha dicho Daniel? ¿Está
muy cabreado?
–Por suerte para ti, Daniel
no se ha enterado de nada. Se fue nada más llegar yo para atender no sé qué
asuntos del jefe y dio por sentado que tú no tardarías mucho más en llegar.
–Genial –dijo Nico
arrastrando la voz–, me duele la cabeza, me molesta la luz y estoy sudando en
frío, pero lo acepto todo con gusto si no tengo que escuchar a ese idiota.
En los altavoces del Innuendo
comenzaban a sonar los primeros acordes de guitarra del tema “Good Stuff” (“Buen Rollo”) de los positivos y excéntricos
B-52s. La canción se había hecho
bastante popular allá por el año 1992 y escucharla siempre era una entusiasta
experiencia si uno se dejaba empapar por la letra, un canto a la sinceridad,
buena fe, pureza de corazón y mucho buen rollo.
Para la una del mediodía la
mesa estaba completamente montada, mostrando un aspecto soberbio que hizo que
Victoria se sintiese satisfecha del trabajo realizado. Aprovechando que Daniel
aún no había regresado y que en ese momento no había mucha gente, Nico y ella
decidieron hacerse unos cafés, que pasaron a disfrutar a la cocina. Durante
unos minutos consiguieron olvidarse del trabajo charlando de banalidades con el
jefe de cocina y el resto de empleados del restaurante. Estaban a punto de regresar
a la sala cuando las puertas batientes se abrieron de golpe y, casi como un
torbellino, una camarera cercana a los cuarenta años, de estatura limitada y extremada
delgadez, hizo su aparición con un brío tal que si alguien se hubiese cruzado
en su camino en aquel instante a buen seguro hubiese salido despedido, víctima
de una onda expansiva.
–¡Os juro que a veces odio
este puto sitio de mierda!
–Buenos días a ti también,
Elisabeth.
–¿Qué es lo que te ocurre hoy?
–se regodeó Nico, al que el café parecía haber despejado ligeramente.
–¿Por qué coño me hacen venir
a estas horas? Estáis vosotros dos, está Lidia y estoy yo ¿Para qué hacen falta
cuatro camareros ahí afuera? ¡Joder! ¡Fijaos! ¡Si es que está muerto! Lo digo
en serio, estoy por coger un abrelatas y abrir con él la cabeza de Daniel para
sacarle toda la mierda que lleva dentro y sustituirla por un cerebro de verdad.
¡Será gilipollas el tío!
–Tranquilízate, Elisabeth –la
calmó Victoria–. Hoy hay una comida para treinta y Nico y yo nos haremos cargo
de ella. Así que tú tendrás que apañártelas con el resto de las mesas.
El huesudo rostro de
Elisabeth palideció durante una fracción de segundo, para luego volver a
recuperar un iracundo tono rojizo.
–¿Yo sola?
–No, Lidia y Daniel te
ayudarán.
–¿Qué me estás contando?
–Elisabeth montó en cólera–. ¿Me tengo que encargar de todas las mesas del
restaurante y encima tengo que cargar con la pija relamida y el inútil para
todo? ¿A quién coño tengo que quejarme por haberme dado esta cara de monitora
de centro para retrasados? ¿Por qué tengo que malgastar mi vida laboral en
vigilar a todos los necios que Dios ha puesto en la tierra y que no saben dar
dos pasos seguidos sin ir estampando su cara contra el suelo por el camino? Yo
me voy a mi casa, no me pagan lo suficiente para esto.
La camarera hizo ademán de
marcharse, pero Victoria la interrumpió en el último instante.
–Espera un momento, Elisabeth.
No te preocupes. El menú de la mesa grande ya está concertado, así que a Nico y
a mí no nos resultará demasiado complicado echaros una mano si os veis muy
agobiados.
Elisabeth miró a Nico de
arriba abajo con cara de incredulidad, mesándose su oscura media melena.
–Vicky, puede que tú sí pero,
¿a quién coño va a ayudar este si parece que el que necesita ayuda es él, pero
para respirar? Lo digo muy en serio. Un día de estos se me cruza el cable, me
lío a meterle a todo el mundo la cabeza en la picadora de la carne y me quedo
más ancha que larga. Ya lo veréis.
Cada vez que Victoria oía
aquel tipo de amenazas por parte de Elisabeth no podía asegurar a ciencia
cierta si tan sólo se trataba de una forma de hablar o si, tal vez, algún día
Elisabeth las haría realidad.
–¿No decís nada? –prosiguió
Elisabeth–. Claro, ¿qué vais a decir? Si es que tengo razón. Me hacen un jodido
contrato de ayudante de camarero, pero no hay tarea de la que me libre y
encima, ahora, tengo que ser la puta niñera de una petarda enchufada mientras
aguanto al gilipollas que decidió contratarla y al que el puesto de encargado
le viene grande.
En ese momento hizo su
aparición en la cocina Lidia.
–¡Hola, chicos! ¿De qué
habláis?
Elisabeth le dirigió una
mirada con un brillo tan gélido que la muchacha bien hubiese podido congelarse
si la hubiese mirado directamente a los ojos.
Victoria no pudo evitar que
se le adivinase una risilla contenida.
–Hola, Lidia. Pues estábamos
hablando del día que nos espera. Vamos a tener bastante trabajo, más del que
solemos tener –dijo.
–¿Y eso?
–Nico y yo tenemos que
encargarnos de una mesa de treinta personas, así que a la pobre Elisabeth le
queda el resto del restaurante. Vas a tener que emplearte a fondo y echarle una
mano en todo lo que necesite.
–¡Y yo creyendo que el sueldo
que se os paga es por trabajar! –Daniel acababa de irrumpir en la cocina y
parecía realmente irritado–. ¿Puede alguien explicarme por qué en el
restaurante no hay ni un solo camarero a la vista?
Victoria se atrevió a hablar.
–Disculpa, Daniel. Solamente
estábamos tomándonos un café. Ya lo tenemos todo preparado y…
–¿¡Quieres cerrar el pico,
joder!? –la interrumpió el encargado con un grito–. ¡No importa la explicación
que des porque no la hay! ¡No hay razón para tener el restaurante desatendido!
–Pero ahora mismo no hay
clientes…
–¡Me importa una mierda! Las
normas dicen que siempre tiene que haber, al menos, un camarero en el
restaurante. ¿Entiendes eso o necesitas que te lo explique como a un niño de
cinco años?
Victoria conocía muy bien
cuál era su lugar y sabía mantenerse en él, sobre todo en un caso como este en
el que, muy a su pesar, Daniel llevaba la razón. Pero si había algo con lo que
la joven nunca transigiría era con que le gritasen ni con que le faltasen al
respeto. Y el encargado lo estaba haciendo.
–Bueno, de acuerdo –dijo
Victoria–. Ya me he enterado, pero para hablar conmigo baja el volumen, ¿de
acuerdo?
Todos dieron un paso atrás.
Aquello era un desafío en toda regla y podía desembocar en algo todavía peor.
–Mira, Vicky. Te voy a decir
una cosa –anunció Daniel clavándole la mirada–. Eres muy buena camarera y
desempeñas muy bien tu trabajo, pero tienes el gran fallo de ser prácticamente
insoportable. Siempre has de estar dando tu maldita opinión en todo, incluso
cuando nadie te la pide. No sé, ¿qué es lo que ocurre? ¿Te crees mejor que el
resto? ¿Te crees mejor que yo acaso?
–No me creo mejor que el
resto –dijo Victoria.
–Pues en ese caso te
recomiendo que aprendas a mantener los labios pegados. Y más cuando has metido
la pata como lo acabas de hacer. Te repito que el reglamento dice claramente
que en el restaurante tiene que haber siempre, al menos, un camarero.
–No me vengas ahora con
reglamentos, Daniel, porque si nos vamos a poner así, entonces te diré que yo
he leído varias veces mi contrato y no he visto ningún apartado donde ponga que
nuestras jornadas tengan que ser de doce o trece horas, ni que haya que
contratar a la gente con una categoría inferior a la del puesto que realmente ocupa,
ni…
–Ya veo por dónde vas, Vicky,
y no tienes por qué preocuparte. Eso tiene muy fácil solución. Ya sabes dónde
está la puerta; sal por ella y no vuelvas. Vete por ahí, busca un sitio donde
te contraten con todas las condiciones legales que te apetezcan… A ver si lo
encuentras. ¿Te parece? ¿Sí? ¿No?
Victoria buscaba las palabras
adecuadas en su mente para contestar, pero sabía bien que en aquel momento
llevaba las de perder.
–¿No tienes más que decir?
–prosiguió Daniel–. Pues en ese caso ¡a trabajar! ¡Todos! Y que sea la última
vez que os encuentro haciendo lo que os apetece, porque estoy a punto de
empezar a tomar medidas.
Daniel los fulminó a todos
con la mirada. Conocía lo que pensaban de él y sabía que aquello no haría más
que a reafirmar la imagen que de él se tenía.
Los camareros abandonaron la
cocina y buscaron una tarea en la que perderse, mientras que los cocineros
cerca estuvieron de meter sus cabezas en las ollas con tal de demostrar lo concentrados
que estaban en su trabajo. Daniel abandonó la cocina en dirección al restaurante;
faltaban tres cuartos de hora para las dos.
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