La gran ciudad se agitaba a aquella hora del mismo modo
en el que cualquier otro lugar lo haría a las cinco de la tarde. Apenas pasaban
unos minutos de las diez de la noche y las calles presentaban un aspecto que
fácilmente podría definirse como el de unas vastas arterias de cemento por las
que, de forma desenfrenada, corría la sangre de la urbe, sangre conformada por
cientos de personas que con su ir y venir mantenían vivo a aquel gran organismo
de edificios y asfalto.
La gran ciudad parecía un cosmos mágico, un mundo situado
por encima de todo lo ordinario y esa sensación se intensificaba al caer la
noche, momento en el que todos los vatios de luz imponían su ley, dibujando una
opulenta estampa de difícil descripción. Las luces de los coches, de los
semáforos, de las farolas, de los letreros luminosos y de los diferentes
locales repartidos a lo largo de las calles ayudaban a crear un ambiente
similar al de un mundo paralelo al habitual. Cualquier persona ajena a la noche
metropolitana podría pensar, ante aquella visión, que todo lo que cuentan esas
canciones destinadas a hacer arder la pista de baile es cierto, que de noche
sólo es necesario perderse por las calles y dejarse llevar para que algo
extraordinario ocurra.
Y si esa era la sensación que se podía experimentar al
pasear por las distintas vías de la gran ciudad en una de esas noches,
plantarse frente a la entrada de cualquiera de los restaurantes, bares de
copas, discotecas, cines o teatros era una auténtica prueba de voluntad si la
intención era no adentrarse en ninguno de aquellos locales. Todo parecía estar
pensado para funcionar como una invitación a perderse en lugares mágicos en los
que cualquiera, durante una noche, podía ser la estrella. Difícil resistirse
cuando casi cualquier persona podría encontrar un sitio acorde con sus gustos,
preferencias o inclinaciones. Pero sin lugar a dudas, si había un escenario
capaz de seducir el interés de todo el mundo, ese era el Innuendo.
Cualquiera que se hubiese dejado caer un par de noches
por el centro de la ciudad, cualquiera que mantuviese una breve conversación
con los habituales de los cosmopolitas círculos sociales y que tuviese
intención de acudir al ojo del huracán nocturno habría escuchado hablar de este
restaurante. Y es que el Innuendo no era como el resto de negocios presentes en
las más importantes vías. El Innuendo era el lugar al que todo el mundo quería
acudir, era el establecimiento en el que todo el mundo quería comer; el
Innuendo era algo así como la música, que une a los burgueses con los
rebeldes.
Podrían parecer éstas palabras exageradas, fruto de un
desmesurado entusiasmo consumista y la pretenciosa necedad del que sigue con
los ojos cerrados las directrices marcadas por el iluminado de turno que decide
lo que es tendencia y lo que no. Y tal vez fuese el caso, pero lo cierto es que
el Innuendo tenía algo especial que se hacía patente nada más atravesar el umbral
de la entrada. Lo primero que captaba la atención de las miradas curiosas era
la veneración profesada en aquella enorme sala hacia el universo musical de las
dos últimas décadas del pasado siglo. En las paredes, de un vivo color crema y
sobre las que las letras de las canciones más emblemáticas del pop habían sido
tatuadas en negro, convivían majestuosamente imágenes de mitos tales como Freddy Mercury, Prince, Tina Turner, Michael Jackson, Robbie Williams, The Police,
Madonna, Lenny Kravitz, David Bowie,
Oasis y tantos otros.
Una vez inspeccionados aquellos murales, tan sólo era
necesario bajar ligeramente la mirada para entretenerse en descubrir los
incontables y célebres discos de oro a modo de baldosas en el suelo. Tras unos
pocos metros andados, uno ya se había paseado sobre títulos como “The Joshua Tree”
de U2, “Made in England” de Elton John, “Picture Book” de Simply Red, “Avalon” de Roxy Music
o “Out of time” de R.E.M.
Como añadido audiovisual, repartidos a lo largo de todo
el restaurante se alzaban, entre las mesas de los comensales, numerosos pedestales
sobre los que reposaban sus correspondientes monitores de televisión en los que
se sucedían ininterrumpidamente los videoclips más recordados de la era MTV. Así, mientras los clientes daban
buena cuenta de sus platos siempre podían ser sorprendidos por Jamiroquai atravesando paredes, por los
componentes de A-Ha convertidos en
personajes de comic o por un feto sincronizando sus labios al son de Massive Attack. Ocasionalmente, la
música liberada a través de los altavoces era la correspondiente a las imágenes
que aparecían en las pantallas, pero la mayor parte del tiempo los videos eran
enmudecidos para que otras canciones, cuidadosamente seleccionadas según el
momento del día, se sucediesen creando distintos y variados ambientes.
A un lado, una amplia barra coronaba la estancia. Se
trataba de una construcción diseñada de modo tal que su aspecto de gigantesco
radio casete estilo años ochenta era inconfundible. Tras ella, en una amplia
pared de azulejo negro, unas letras cubiertas de cristales dibujaban el nombre
del restaurante.
Al otro lado de la barra, justo en el extremo opuesto del
establecimiento, una maravillosa escalera en rotonda estilo art decó, conducía
al piso superior, una especie de corredor en el que una puerta restringía el
acceso a una sala que cumplía la función de oficina para el dueño y para el
gerente del local.
Ese era el Innuendo, un restaurante pensado con la
intención de hacer las delicias de todos aquellos amantes de la música pop que
quisiesen disfrutar de una comida rodeados de incontables referencias a sus
ídolos y que había terminado por convertirse en la parada de personajes esnobs,
acomplejados pedantes y pretenciosos superficiales. Y a juzgar por lo
concurrido del local resultaba fácil pensar que este tipo de gente se reproducía
por mitosis, pues era prácticamente imposible que allí cupiese nadie más.
En aquel preciso instante comenzaban a sonar los primeros
acordes de un éxito del 81, “I Love Rock ‘n’ Roll” (“Me Encanta El Rock &
Roll”) de Joan Jett & The Blackhearts.
Para muchos se trataba de un tema con un claro significado, la propia cantante
lo decía directamente, la repetir una y otra vez el título de la canción en el
estribillo. Sin embargo, para unos pocos, el tema era una especie de canto a la
liberación de la mujer. La solista del grupo, de unos veintitantos, cantaba
sobre la noche en la que sedujo a un jovencito de diecisiete, implicando esto
una mayor experiencia de ella y el control ejercido sobre la relación. Ésta
era, al menos, la interpretación que le daba al tema la menuda figura que se
movía con agilidad entre las mesas del restaurante.
–¡Pshhhhhhh! ¡Camarera! –la mujer agitaba su dedo índice
como si de un momento a otro un rayo fuese a desprenderse de él.
Victoria, dibujando una amplia sonrisa en su rostro, gesto
que con los años había aprendido a realizar de forma mecánica pero sumamente
convincente, se acercó a la mesa en la que se reclamaba su presencia.
–Dígame, ¿puedo ayudar en algo?
–Solamente quería saber si es normal que en este sitio la
gente se vaya sin pagar –preguntó la mujer ácidamente.
–¿Perdón? –se extrañó Victoria.
La mujer, una repolluda cuarentona acompañada del que
probablemente llevase veinte años siendo su marido, a juzgar por la indolencia
de su ensombrecido rostro, tomó bruscamente una pequeña bandeja sobre la mesa
con un ticket y un par de billetes de cincuenta para plantarla violentamente
ante las narices de la joven camarera.
–¡Quince minutos! –se escandalizó la mujer–. Quince
minutos esperando para que nos cobren. Creía que estabais aquí para ganar
dinero, pero si a vosotros os da igual imagínate lo que me puede importar a mí.
Gracias a Dios soy una persona honesta porque, de lo contrario, ya nos
hubiésemos ido sin pagar.
–Por favor, le pido que nos disculpe. Tiene usted razón,
pero lo cierto es que hoy estamos hasta arriba de trabajo. Intentamos atender a
todo el mundo lo más rápido posible, pero hay veces que se complica un poco.
–Chica, no quiero saber los detalles de vuestras penurias
laborales. Vamos, sería lo que me faltaba. Solamente te digo que para un
cliente siempre es preferible esperar a ser atendido, pero una vez llega su
turno hay que estar pendiente de él hasta el mismo momento en el que sale por
la puerta. Y no es que quiera decirte cómo tienes que trabajar.
–No se preocupe, señora. Ahora mismo le traigo el
cambio–. Y sin perder la sonrisa, la joven se abrió paso entre el gentío como
buenamente pudo. En ocasiones como aquella, aquel acto suponía sumergirse en un
mar de personas que bebían, hablaban y reían, mientras los camareros describían
desiguales recorridos yendo de un lado a otro del local, en un ambiente de
estrés y locura. Al mismo tiempo que dirigía su cuerpo delgado y menudo pero
firme y rebosante de energía hacia la barra, Victoria iba imaginando lo
interesante que hubiese resultado ver a aquella amargada señorona intentando
llevar a cabo la mitad del trabajo que ella realizaba cada día. Según el modo
que Victoria tenía de verlo, la gente mostraba una facilidad pasmosa a la hora
de criticar la labor de los demás; eso sí, pocas veces se detenían a pensar si
ellos poseían la misma eficacia que reclamaban en otros. Una vez hubo alcanzado
la barra, sus almendrados ojos castaños se posaron en Daniel, un joven rechoncho,
de tez morena, que ocupaba el puesto de encargado.
–Daniel, cobra la mesa doce, por favor.
Estas palabras aparentaron no surtir el efecto deseado
pues el joven, inmerso en la tarea de contar monedas y billetes junto a la
caja, pareció seguir a lo suyo sin darse en absoluto por aludido.
–¡Daniel, por favor! –Victoria se mostraba ligeramente
impaciente, pasando la mano por su corta melena pelirroja para apartarse el
flequillo de la cara. Ciertamente no le gustaba alterarse mientras trabajaba,
pues consideraba que los estados nerviosos y el rendimiento laboral no eran
compatibles. Sin embargo, había ciertas personas con las que controlarse
resultaba ser una tarea harto complicada y Daniel era una de ellas.
–¡Daniel! ¿Puedes hacerme caso? –insistió–. ¡Daniel! ¿Me oyes?
El aludido soltó las monedas de su mano dejándolas caer
al cajón de la máquina en un gesto de evidente fastidio.
–¿Qué pasa, Vicky? –inquirió un molesto Daniel.
–¿Qué va a pasar? –respondió Victoria sin amilanarse–. Necesito
que me cobres esta cuenta, que se me están inquietando. Así que relájate, no te
alteres tú también. Además, no sé a qué viene ponerse ahora a contar moneditas.
Estamos a tope de trabajo.
Daniel clavó sus pequeños ojos oscuros en la joven. Si
había algo que no soportaba era que nadie le cuestionase, y menos aún una
camarera que estaba por debajo de él en la jerarquía de la empresa, por mucho
que sus compañeros la valorasen como si de una diva pop se tratase.
Gustosamente le hubiese contestado y la hubiese puesto en su sitio, pero sabía
que Victoria no pertenecía a ese grupo de empleados dóciles que bajan la cabeza
ante todo lo que se les dice y prefirió limitarse a darle a la joven el cambio
de los dos billetes de cincuenta. Ya encontraría alguna forma de taparle la
boca más tarde.
La camarera volvió a la mesa del matrimonio con la
bandejita del cambio en su mano. En su recorrido la pisaron dos veces, le
clavaron un codo en el riñón y le dieron un empujón, que a punto estuvo de dar
con todas las monedas en el suelo. Cuando por fin consiguió alcanzar la mesa ofreció
su mejor cara, fresca como una lechuga orgánica recién arrancada de la tierra
pura.
–Aquí tiene. Lo más rápido que he podido –dijo de forma
casi triunfal.
–Después de todo lo que hemos tenido que esperar… –la
mujer mascullaba las palabras para sí misma, pero a un volumen lo
suficientemente alto como para que llegasen a los oídos de la joven que,
manteniendo la sonrisa en su rostro, hizo alarde de su gran autocontrol. Acto seguido,
la rechoncha mujer y su esposo se levantaron, no sin antes recoger todas y cada
una de las monedas de la bandejita, al tiempo que Victoria se daba la vuelta
dispuesta a continuar con sus tareas tras desearles que pasasen una buena
tarde.
–¡Señorita! –un hombre dos mesas más allá, acompañado de
otros tres, reclamaba su atención. Victoria se acercó a él.
–Dígame, caballero.
–Se nos acaban de unir este par de amigos –dijo señalando
a dos de los hombres de traje y con aspecto de amargados–. ¿Podría traernos un
par de copas más para el vino?
–¡Por supuesto! –sonrió ella, no sin dejar de advertir
que en la botella sobre la mesa apenas quedaba líquido para una sola copa. A
Victoria siempre le había maravillado la capacidad de personas como estas para
repartirse raciones ridículas. ¿Quién dijo que el átomo era indivisible? Que se
lo diesen a aquellos individuos, a buen seguro hacían maravillas con él. Pero
por supuesto, esto no era asunto de Victoria.
–Ahora mismo se las traigo.
Tras estas palabras, la camarera salió rauda hacia la
barra, donde otra jovencita con aspecto de embobada secaba vasos y tazas recién
salidos del lavavajillas a un ritmo parsimonioso.
–Rápido, Lidia. Necesito un par de copas para vino.
–¿Copas? –dijo la joven mirando a su alrededor como quien
espera que Kurt Cobain vuelva a la
vida a su lado–. ¿Cuántas?
–¡Dos! ¡Dos copas! ¡Venga, pásamelas! –la apremió.
–Pues ahora mismo no tengo ninguna limpia –dijo Lidia con
una tranquilidad que contrastaba con el creciente nerviosismo de Victoria.
–¿Cómo que no tienes ninguna limpia? –preguntó la
camarera haciendo un esfuerzo por moderarse.
–No, ahora mismo no tengo.
Victoria cerró un momento los ojos y respiró hondo.
–¿Puede saberse entonces para qué estás ahí plantada?
¡Lávalas!
Lidia pareció salir entonces de su letargo.
–¡Pero si es que no tengo ninguna! –dijo en tono
quejumbroso–. Están todas repartidas por las mesas.
Victoria, durante un breve pero intenso momento, sintió
un arrebato asesino, sobre todo cuando volvió la vista durante un segundo hacia
las mesas y vio al hombre que le había pedido las copas haciéndole señas de
premura. La joven le sonrió asintiendo con la cabeza y salió disparada hacia la
otra zona del comedor. Echó un vistazo rápido a su alrededor y pronto reparó en
una pareja que ya había terminado de cenar y disfrutaba de los cafés. Se acercó
a la mesa y pidiendo permiso, retiró las copas. A toda prisa dirigió sus pasos
de nuevo hacia la barra y allí las depositó.
–Ahí tienes. ¡Dos malditas copas! Lávalas y sécalas; las
necesito para hace cinco minutos.
–Bueno, ahora lo hago. No hace falta que me hables así.
¿Seré yo la culpable de que no se compre suficiente material para trabajar?
Lidia había dado con un problema bastante habitual, no
sólo en el Innuendo sino en muchísimos negocios de hostelería. No importaba
cuantos tenedores, cuchillos, platos o vasos hubiese. Siempre eran
insuficientes y siempre se terminaban en el peor momento, haciendo que, a
veces, servir una mesa fuese una aventura épica que siempre terminaba con dos o
más camareros enfrascados en una encarnizada lucha a muerte por una cucharilla
de café.
Victoria tomó el pedido de dos mujeres que acababan de
sentarse. Fue al darse la vuelta para ir a la cocina cuando se encontró con el
hombre de las copas, que se había levantado en su busca.
–Preciosa, ¿es posible tener las copas antes de que se evapore
el vino?
La joven pensó que eso no tardaría en ocurrir a tenor de
los pocos centilitros que reposaban en el fondo de la botella.
–Lo siento mucho, señor. En un momento se las llevo –dijo
mientras notaba un calor intenso en el rostro. Sin darle ocasión al hombre de
responder, salió aceleradamente hacia la barra, tras la que se encontraba Lidia
pero sobre la que no estaban las copas.
–¿Las copas? –preguntó con la voz tensada.
Lidia, que estaba de espaldas mirando en el interior de
una nevera, se giró con las copas aún sucias en las manos.
–¿Y qué vino es el que vas a necesitar?
Aquella pregunta fue como una bofetada para Victoria;
pudo incluso sentir como se le rompía algo por dentro. ¿Qué ser humano podría
trabajar en unas condiciones como aquellas? En un rápido movimiento que casi
podría definirse como un vuelo rasante, Victoria se situó en el interior de la
barra, arrancó las copas de las manos de Lidia y apartándola de un codazo se
puso a lavarlas ella misma a mano.
–¡Ay, Vicky! Yo también estoy agobiada, pero no por eso
me dedico a hacerle la vida imposible a la gente.
Victoria prefirió no decir nada y seguir con su tarea.
Temía que una contestación más de Lidia fuese suficiente para cogerle la cabeza
y abrírsela a golpes contra la puerta del lavavajillas.
Una vez las copas estuvieron listas, la joven las colocó
en una bandeja y salió rauda hacia la mesa donde habían sido reclamadas. Tres o
cuatro pasos debían de faltarle para llegar a su destino cuando en una mesa
contigua, un expresivo hombre, que parecía necesitar mover todas sus
extremidades para hacerse entender, alzó vigorosamente el brazo en el preciso momento
en el que la bandeja de Victoria ocupaba el espacio que su mano invadió. La camarera
se quedó de piedra al ver las copas hacerse añicos contra el suelo y no pudo
evitar sentirse como el más insignificante bichito sobre la faz de la tierra
cuando el culpable de aquel desastre la miró a ella, miró los cristales sobre
las baldosas e, impasible, siguió con su conversación no sin antes emitir un comentario
supuestamente jocoso.
–Joder, encima les pagarán a fin de mes –rió.
Victoria supuso que deformarle la cara a golpe de bandeja
era una pequeña parte de lo que aquel imbécil se merecía, pero pronto alejó
aquel pensamiento de su mente al ver que dos mesas más allá, tres chicos se
levantaban para irse, dejando libres sus copas. Se hizo con ellas lo más
rápidamente posible y, tras repetir la
operación de lavado, pudo por fin dejarlas en la mesa en la que habían sido
solicitadas.
–A punto han estado mis amigos de beberse el vino a morro
–le espetó el comprensivo caballero.
Y así, entre agobios, quejas y prisas las horas fueron
dejando atrás una intensa jornada que hizo que la camarera se preguntase en más
de una ocasión qué demonios hacía trabajando allí. En realidad, aquella era una
duda que le asaltaba unas diez veces por semana.
Pasaban unos minutos de las dos de la mañana cuando
Victoria pudo, por fin, sentarse a cenar en una mesa habilitada para los
empleados en un rincón de la cocina. Realmente no tenía mucho apetito pero, de
este modo, podía pasar un rato sentada. No solía cansarse fácilmente, pero sí
que sus pies reclamaban de vez en cuando unos minutos de reposo.
Se llevó a la boca un trozo del filete en su plato. Al
instante pensó para sí misma que no había otro sitio en toda la ciudad en el
que la carne tuviese aquel sabor. Tenía algo distinto que la diferenciaba de
todas las demás. Por fuerza tenía que existir algún truco en la cocina del Innuendo
porque siempre resultaba estar deliciosa.
–¿No está buena la carne? –Nico, otro de los camareros,
acababa de aparecer en ese momento y procedía a sentarse junto a ella, llevando
en sus manos un plato con el mismo contenido que el de la joven.
–Sí, sí lo está. Lo que ocurre es que hoy no tengo mucho
apetito.
Nico tomó un trozo de su plato y lo probó.
–Está buenísima –dijo con la boca llena mientras se
levantaba para coger un recipiente con una especie de aliño de una encimera
cercana.
–Yo que tú dejaría la salsa –recomendó Victoria–. Nos la
dan por no tirarla, está a punto de estropearse.
Nico se la llevó a la boca.
–Bueno… pero se puede comer–. El camarero nunca le hacía
ascos a nada. Todo aquello que fuese comestible estaba bien para él. Por eso
nadie entendía que, con todo lo que era capaz de engullir al cabo del día,
pudiese mantenerse tan delgado como estaba, algo que, por otra parte, no hacía
más que acentuar el ostensible tamaño de su nariz.
–En fin… –continuó Victoria–. Vaya asco de día, no sales
de un problema y ya tienes otro encima.
–Sí trabajásemos sin problemas esto no sería el Innuendo
–dijo Nico iluminando su rostro con una amplia sonrisa.
–Lo sé. Y todavía hay quien mata por ser contratado aquí.
–Ya sabes –continuó Nico sin dejar de masticar–, desde la
barrera todo parece mucho más atractivo de lo que en verdad es.
–Supongo que tienes razón –admitió Victoria–, pero las
cosas que ocurren aquí rozan el absurdo.
–¡Dímelo a mí! –dijo Nico mientras se erguía–. Un hombre me
pide un par de pizzas para él y sus niños y claro, digo yo que cualquier
persona con el grado de inteligencia suficiente como para no tener como
entretenimiento el olerse el dedo después de habérselo metido en el culo sabe
que una pizza tarda entre quince y veinte minutos en hornearse. Pues ¿te puedes
creer que a los cinco minutos ya me estaba persiguiendo por todo el restaurante
reclamándomelas? A punto he estado de entrar en la cocina, coger una pizza
cruda y tirársela a la cara. En serio, no merecemos los clientes que tenemos.
–Si sólo fuesen los clientes… –musitó Victoria.
Nico sonrió, pues al instante pudo entender el origen del
comentario de su compañera.
–No me digas más –la interrumpió él–. Lidia, ¿verdad?
–Es que no la soporto. Te juro que lo intento, pero no
puedo con ella, no es capaz de hacer una sola cosa bien.
–Hola, chicos.
Lidia entraba en ese preciso instante en la cocina,
interrumpiendo así la conversación que allí se estaba llevando a cabo. La joven
ya se había despojado de su uniforme, se había enfundado un ajustado modelito
negro, se había subido a unos interminables tacones, había recogido su melena
rubia en una coleta y se había retocado el maquillaje, aprovechando para cambiar
el tono rosado de sus labios por otro más rojizo.
–¿De qué hablabais? –preguntó distraídamente al tiempo
que rebuscaba en una de las cámaras frigoríficas.
–De nada importante –intervino Nico divertido–. De los
elementos negativos que forman alianza para complicarnos el trabajo.
–¿De qué? –Lidia le miraba como si acabase de hablarle de
la teoría del conocimiento de Kant.
–Que trabajar aquí es para volverse loco –le aclaró
Victoria.
–¿Verdad que sí? –dijo Lidia que había sacado una pera
del frigorífico–. Yo, cuando llevo en la barra un par de horas, creo morir
antes de que termine mi turno. ¡Pero al final siempre lo consigo! –sonrió
satisfecha.
Victoria y Nico compartieron una silenciosa mirada
burlona mientras la joven, con la pera en la mano, se hacía con un plato y unos
cubiertos para, acto seguido, sentarse a la mesa junto a ellos. Intentando
cambiar de tema, y al reparar en lo mucho que Lidia se había arreglado, Victoria
preguntó.
–¿Y ahora qué? ¿Te vas por ahí de fiesta?
–¿De marcha dices? ¡Qué va! –dijo Lidia mientras pinchaba
la pera con el tenedor–. Estoy molida.
–Pero entonces, ¿el modelito ese que llevas? ¿Y para qué
todo el maquillaje? –quiso saber Nico.
–Ay, ¿qué tendrá que ver? De aquí me voy directa a casa,
pero eso no quita que una quiera estar perfecta en todo momento.
Victoria se detuvo a procesar la información que acababa
de recibir.
–¿Estás diciendo que te has arreglado así para irte a tu
casa?
–Claro –asintió Lidia–. ¿No lo entiendes? Verás, es como
un acto de generosidad… o así me gusta verlo a mí. Siempre que sales a la calle
te cruzas con un montón de gente. Si os fijáis, la mayoría son personas tristes
con aspecto triste. Por eso, a mí me gusta traerles un poco de alegría
ofreciendo mi mejor imagen. Ya que te van a ver, muéstrate excelente.
Y tras la explicación, que dejó a sus dos compañeros
fuera de combate, Lidia continuó forcejeando con la pera, el tenedor y el
cuchillo en un vano intento de pelar la fruta, que no dejaba de recorrer
juguetona el plato.
–¿Por qué no te la comes con las manos? –le sugirió Nico.
–Porque las peras chorrean agua por todas partes y no
quiero pringarme. Imagínate que me mancho el vestido.
Peleó con la fruta unos instantes más bajo la atenta
mirada de Victoria y Nico y, tras haberla destrozado, terminó dándose por
vencida.
–¡Al cuerno con ella! –exclamó lanzando los cubiertos
contra el plato con un gesto de fastidio–. De todos modos no tengo hambre. Yo
me voy, que estoy deseando acostarme y todavía tengo que desmaquillarme.
Y acto seguido se levantó, se despidió de sus compañeros
y se fue dejándolos en un punto a medio camino entre el pasmo y la guasa.
–¿Crees que hay posibilidad de que exista una persona más
tonta que esta tía? –preguntó Victoria.
–No, no lo creo –respondió Nico–. Pero está buena –a Nico
le pasaba con las mujeres lo mismo que con la comida.
–¡Por Dios, Nico! Si no tiene dos dedos de frente. Acaba
de pintarse como una puerta para lavarse la cara dentro de media hora.
–Ya la has oído –rió el camarero–. Es un acto de
generosidad. Deberías estarle agradecida.
–Sí, muy generosa –se quejó Victoria–, pero la pera nos
la ha dejado para que la recojamos nosotros.
En ese momento, la puerta de la cocina volvió a abrirse
para dejar entrar al encargado del negocio, Daniel.
–Nico, Vicky, os estaba buscando –dijo con un tono hosco.
–¿Qué ocurre? –preguntó el camarero.
–Mañana tenemos una mesa de treinta personas para comer,
así que os necesito aquí a primera hora.
–¿Perdona? Según el horario que tú mismo hiciste mañana
no tenemos que venir hasta la tarde –puntualizó Vicky.
–Lo sé, pero os lo acabo de cambiar –repuso un
impertinente Daniel.
–¿Y no hay más camareros? ¿Qué pasa con Bruno? ¿No tiene
él el turno de mañana esta semana? –preguntó ella.
–Sí, pero mañana tiene el día libre.
–Pues podrías haber avisado primero…
–Mira, Vicky –interrumpió Daniel–. Tú estás ahí sentada
disfrutando de tu cena. Yo todavía estoy organizando el día de mañana y para
cuando te vayas todavía seguiré aquí. ¿Lo entiendes? Tengo demasiadas cosas que
hacer, demasiadas cosas en la cabeza y os he avisado cuando me he acordado. Así
que os veo aquí a las once en punto para montar la mesa y prepararlo todo. La comida
será a las dos, así que supongo que es tiempo suficiente–. Daniel se dispuso a
salir de la cocina, pero se detuvo y miró a los dos camareros.
–Y por cierto, si cogéis algo haced el favor de coméroslo
y no destrozarlo –dijo señalando a lo que había sido una pera antes de pasar
por las manos de Lidia–. Todo lo que hay aquí cuesta dinero, ¿lo entendéis? A
ver si voy a tener que descontároslo del sueldo para que lo valoréis.
Dicho esto, Daniel desapareció de la cocina por la misma
puerta por la que había hecho su aparición.
–Menudo imbécil –murmuró Vicky–. Lo hace con toda la
intención, que no venga ahora con esa mierda de que nos avisa cuando se
acuerda.
–Puede… –repuso Nico–. Aunque no sé qué decirte. Por
mucho que quiera convencernos de que sabe estar al frente del negocio, lo
cierto es que no se entera de la mitad de lo que se trae entre manos.
–Lo mismo me da. No puede venir y cambiarnos a última
hora el turno de mañana. Yo ya tenía planes hechos. Es que ni siquiera se ha
molestado en preguntarnos si estábamos ocupados.
–¿Aún no te has dado cuenta? Tu vida sólo es importante
cuando ellos no te necesitan.
–Lo malo es que nos necesitan siempre.
–¡Joder! –soltó Nico–. Te juro que estoy pensándome si
venir o no.
–No hagas eso –le instó Victoria–. Sólo serviría para
crearte problemas.
–Ya lo sé, Vicky. Pero es que está empezando a darme
igual. Ya está bien de tener que tragar siempre la misma mierda. Que si ahora
nos cambian el turno, que si luego tienes que quedarte tres horas más que, por
supuesto, no te van a pagar, que si la otra semana no se descansa porque hay
demasiado trabajo y tenemos que estar todos aquí.
–¿Y te crees que yo no estoy cansada de todo eso? Por
supuesto que lo estoy, pero no presentarte a trabajar siempre irá en tú contra.
Hay otra manera de hacer las cosas. Si todos nos pusiésemos de acuerdo y
denunciásemos…
–Ya, ¿y qué íbamos a ganar nosotros con eso? Esta gente
siempre tiene las espaldas cubiertas. Al final ellos encontrarían la forma de
librarse del problema y nosotros acabaríamos recorriendo las calles en busca de
otro empleo. En fin –se resignó el muchacho–, que mañana me toca levantarme
pronto.
–¿Tenías intención de salir esta noche? –preguntó
Victoria.
–La tenía y la tengo –repuso él.
–Bueno –prosiguió ella, –por un día que te vayas directo
del trabajo para casa tampoco te va a pasar nada.
Nico miró incrédulo a Victoria con sus ojos saltones.
–Pero, ¿qué dices? ¿Acaso piensas que voy a variar mis
planes porque se le antoje al tío mierda ese? Ni hablar, pienso salir hasta la
hora que me apetezca y pillar un colocón de los grandes. Veremos la gracia que
le hace mañana al señorito tener a un camarero destrozado sirviendo la comida.
–Pues supongo que le sentará bastante mal –opinó
Victoria–, pero tú eres el que se va a llevar la peor parte. Trabajar con
resaca no es precisamente fácil de aguantar. En serio, Nico. ¿Por qué no te vas
a casa y descansas?
–Nada de eso –se negó él.
–De verdad te digo que a veces no te entiendo. ¿Realmente
quieres jugarte el puesto de trabajo por una pataleta de este tipo estando en
las circunstancias en las que estás?
–No te molestes, Vicky. Mis circunstancias no van a cambiar
por mucho que me vaya para casa.
–Pero ¿no te cansas de estar viviendo un día tras otro la
misma historia? –insistió ella–. Por el día trabajando y por la noche
emborrachándote. Hay más vida que todo eso, Nico.
–¿Más vida? –preguntó el joven burlonamente–. Pues será
para ti, porque por lo que a mí respecta mi vida es bastante limitada. Mira que
lo he intentado, pero lo cierto es que no encuentro muchos motivos de
celebración.
Victoria le miró con ternura y luego se levantó de su
silla.
–En serio, Nico. Creo que ya te lo he dicho en más de una
ocasión, estaría bien que empleases más de tu tiempo en salir a flote y menos
en compadecerte tanto de ti mismo.
Tras estas palabras, Victoria posó la mano en el hombro
de su compañero afectuosamente.
–Nos vemos mañana –le dijo para después abandonar la
cocina dejándole sumido en sus pensamientos.
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