Nº 40



El hombre, un ejecutivo de unos treinta y cinco años, caminaba de forma errática por la solitaria calle bajo la tenue luz de las farolas. No sabría definir muy bien el qué, pero algo le estaba ocurriendo. Aquella noche había salido a cenar con algunos de sus compañeros de la oficina a uno de los locales más concurridos del centro. La velada había resultado en verdad amena, compartiendo las mejores anécdotas laborales entre plato y plato. Tras la cena, las copas habían sido la lógica, o más bien la única, sucesión a la misma. ¿Acaso existía alguna forma mejor de socializar con los semejantes que el dejar que el alcohol se mezclase con la sangre y corriese libre por las venas? Si acaso la había, ni él la conocía ni nadie le había hablado de ella. Y así, de ese modo, el hombre y sus compañeros bebieron durante toda la noche. Bebieron hasta quedarse solos en el restaurante.
Fue en la sexta ronda cuando un camarero, uno de esos insignificantes y miserables trabajadores que para ninguna otra cosa servían, había osado aguarles la fiesta con la noticia absurda de que el local tenía que cerrar. El hombre no dudó en dejarle claro al joven que la hora de cierre sería la misma a la que ellos se marcharan. Y así fue. A las tres de la mañana decidieron que por fin había llegado el momento de irse a dormir y, por extensión, dejar que el empleado recogiese la mesa y se largase a su cubil.
Una vez se hubo despedido de sus acompañantes, el ejecutivo decidió regresar a su casa caminando, pues si bien había llegado hasta allí conduciendo su propio coche, en ese momento era consciente de que no estaba en condiciones de ponerse frente al volante. Además, a buen seguro la fresca brisa nocturna le vendría bien para despejarse.
Sin embargo, pronto se dio cuenta de que algo no iba bien. Había estado algo achispado otras veces, incluso borracho, pero nunca antes se había sentido de aquel modo. Tenía la sensación de que a su estómago le habían dado la vuelta como a un calcetín, su corazón latía como si hubiese estado corriendo una maratón y la cabeza parecía girar sobre sí misma en todas direcciones. Pero sin lugar a dudas lo más preocupante resultaba ser aquel dolor en el pecho que le impedía respirar con normalidad y aquel zumbido en sus oídos que no hacía otra cosa más que aturdirle. Algo no iba bien. El hombre hizo un intento por divisar algún taxi acercándose desde la lejanía, pero le costaba diferenciar los distintos tipos de vehículos que pasaban a toda velocidad junto a él; su visión empezaba a tornarse borrosa. Tuvo entonces la sensación de que alguien estaba siguiéndole, pero ¿podía fiarse de sus sentidos en un momento como aquel? Decidió, pues, seguir caminando, aunque lo cierto era que cada vez le estaba resultando más complicado. Consiguió dar unos pocos pasos más, cuatro… cinco… seis… El hombre se dio entonces por vencido y se dejó caer en el suelo. Algo le estaba ocurriendo. Y fue en ese momento cuando, en medio de toda la confusión, estuvo seguro de una sola cosa. Alguien acababa de asirle y se lo llevaba a rastras. Aunque hubiese querido, el ejecutivo no opuso resistencia. Sólo fue capaz de dejarse arrastrar hacia la oscuridad.

El hombre abrió los ojos. Al momento pudo darse cuenta de que le costaba enfocar la mirada. Probó entonces a hacer uso del oído, pero lo único que podía escuchar era su propio dolor, un dolor que le atenazaba el cuerpo y que no le dejaba pensar con claridad. ¿Qué era lo que había ocurrido? Por el momento tan sólo era consciente de la oscuridad, la oscuridad en la que estaba sumido aquel lugar y en la que él mismo había estado hundido hasta hacía unos escasos minutos. Era imposible pedirle a sus ojos que se esforzasen más para poder percibir tan sólo una tenue silueta, era absurdo obligar a sus oídos a captar cualquier clase de sonido procedente de alguna parte. ¿Tal vez algún tipo de olor? Nada. Todo era nada absoluta y de la nada había despertado para comprobar que esta se había hecho extensible a todo lo que le rodeaba.
Intentó moverse y pudo entonces comprobar que también le resultaba imposible. Estaba sentado en lo que se adivinaba una silla y sus manos estaban atadas a los brazos de la misma con las palmas hacia arriba, de igual modo que sus pies desnudos se hallaban sujetos a las patas de madera, reposando sobre un suelo que, de eso tenía la certeza, se antojaba frío como el hielo. Lanzó una orden a su cuerpo para rebelarse, haciendo esfuerzos por liberarse, aunque su único logro fueron unos cuantos espasmos inútiles que sólo sirvieron para que la silla se desplazase un par de centímetros hacia delante. Sentía la boca seca e intentó humedecerse los labios, pero ni siquiera fue capaz de separarlos. Una sensación engomada los envolvía.
¿Qué hacía él allí? ¿Qué había ocurrido? ¿Estaba realmente despierto? Tenía la sensación de que sus preguntas carecían de una respuesta sencilla y eso no hacía más que causarle un afilado sentimiento de incomodidad. ¿Se trataba de un secuestro? ¿Con qué intención? ¿Quién estaba detrás de aquello? ¿Se trataba acaso de una broma? ¿Se suponía que tenía que reírse? Los interrogantes se amontonaban en su cabeza de tal forma que había momentos en los que parecía que unos chocaban con otros, causando molestos estrépitos.  De pronto, inesperadamente, una línea de luz vertical comenzó a dibujarse justo delante de él rasgando la oscuridad. La puerta se abrió.
Un breve parpadeo precedió a una tenue luz que se materializó en el centro de la habitación. El hombre pudo comprobar entonces que, efectivamente, estaba atado a una silla a dos palmos de una impoluta pared azulejada en blanco sobre la que se proyectaban dos sombras, como si de un teatro chinesco se tratase. Una era la suya propia, alzándose prácticamente a su mismo nivel; la otra, en cambio, resultaba inquietantemente gigantesca en la comparación. Los tamaños de ambas procedieron a igualarse en el mismo instante en el que unos lóbregos pasos sonaron acercándose a él por la espalda. Uno, otro, otro más, cada vez más cerca. No más movimientos, no más sonidos. Aquella sombra amenazante permaneció de pie junto a la suya. Y así se mantuvo durante un rato, esperando a que la quietud y el silencio hiciesen su efecto sobre el expectante y vulnerable ejecutivo.
El hombre intentó hablar, pero sus labios seguían captando aquella sensación pegajosa. Quería preguntar, necesitaba saber, analizar, retomar el control. Pero allí estaba, con capacidad para parpadear y poco más. Volvió a forzar un intento de pronunciar alguna palabra y lo único que consiguió emitir fue una suerte de gemido ahogado. Tan centrado estaba en hablar que casi no reaccionó cuando la mano de aquella persona se aferró a su cabello y tiró hacia atrás con fuerza. La silla adoptó un pronunciado grado de inclinación hasta quedar apoyada únicamente en sus patas traseras. El maltrecho ejecutivo no tuvo tiempo de reconocer la posición en la que se encontraba pues, súbitamente, un fuerte impulso le empujó hacia delante hasta que el arco que describía su cuerpo sentado se vio frenado al impactar su cara contra la pared. Las lágrimas se le saltaron, el dolor le cegó durante un instante. Se abrió paso después la intensa quemazón producto de la fricción de su rostro contra la fría superficie vertical al caer. La silla con el cuerpo del hombre se desplomó hacia un lado, obligando a éste a permanecer en el suelo en una grotesca posición fetal.
¿Por qué? El quejumbroso hombre no podía pensar. Tras unos segundos, que se le hicieron eternos, los pasos volvieron a sonar a su alrededor hasta que, por fin, unas botas negras de cuero con hebillas metálicas y aspecto de recién estrenadas, se plantaron a escasa distancia de sus ojos. Uno de los pies se elevó y, lentamente, se posó sobre su magullado rostro, como valorando el mejor lugar en el que propinar una patada. El ejecutivo estaba aterrado, aquello iba a ser el fin. Le iban a machacar la cabeza hasta la muerte. Y lo peor de todo era que ni siquiera sabía por qué. Quería llorar mientras sentía la áspera goma de la suela recorriendo su cara, pero se convenció a sí mismo para no hacerlo. Entonces el pie se elevó sin prisa. Cerró los ojos apretando los párpados, preparándose para el fatal golpe. Esperó y esperó. Nada. Abrió los ojos de nuevo para comprobar que su agresor había cambiado de idea. En vez de patearle, levantaba de nuevo la silla, colocándola en posición horizontal, esta vez mirando hacia la entrada de la habitación. Un súbito agotamiento pareció apoderarse del maltratado ejecutivo.
Entonces pudo ver el cuarto en su totalidad. Se trataba de un amplio cubículo, prácticamente vacío excepto por la silla sobre la que reposaba su cuerpo y una desnuda bombilla que colgaba del techo desprendiendo una débil luz que no ayudaba demasiado a distinguir lo que le rodeaba. A su derecha, una ennegrecida mesa como las que solían encontrarse en las trastiendas de las carnicerías daba reposo a toda una serie de cuchillos, en apariencia preparados para nada bueno y un equipo de música descansaba, dormido, junto a la gruesa puerta metálica de la entrada. El color blanco lo inundaba todo, las paredes, el suelo, el techo. La ausencia de ventanas era irritante, lo que ayudaba a que, al respirar, el aire resultase extremamente espeso.
Su agresor permanecía apostado a su espalda. Lentamente, como tratando de imprimir una oscura tenebrosidad a sus pasos, caminó hasta quedar frente a él. El ejecutivo alzó gradualmente la mirada, haciendo un recorrido que pasó por las ya conocidas botas de cuero, unos pantalones tejanos, un suéter de cuello alto bajo una cazadora de piel, unas gafas oscuras y un sombrero, todo ello negro, contrastando con la blancura de la habitación e imprimiéndole al personaje un aura lóbrega y siniestra. Intentando distinguir el rostro del tipo que le estaba reteniendo allí, el hombre atado a la silla pudo darse cuenta entonces de que unos cuantos mechones escapaban por debajo del sombrero, delatando una cabellera blanca. Sin embargo, fue al separar las gafas oscuras de los ojos para observarle directamente cuando el ejecutivo se dio cuenta de que si algo había verdaderamente tétrico en su aspecto, eso era la mirada de odio y asco mezclados con una pincelada de diversión, una mirada que se instalaba en aquel rostro de gélida palidez que, entonces lo supo, le resultaba familiar aunque, aturdido como estaba, no lograba saber de qué. Fuera como fuese, algo en aquellos ojos hizo que el hombre no pudiese por menos que sentir un escalofrío recorriendo todo el largo de su espina dorsal. ¿Quién podía llegar a tener aquella aversión por él? ¿Qué había hecho para ganarse aquella inquina? Las preguntas no dejaban de ir y venir pero, primero la confusión y ahora el dolor, no le ayudaban precisamente a pensar.
El agresor alargó la mano hasta él, a su boca, y con un fuerte tirón arrancó el trozo de cinta adhesiva permitiendo al hombre separar por fin los labios y humedecérselos con la lengua tras tragar saliva y aire. De inmediato, como si de un acto reflejo se tratase, el atormentado ejecutivo comenzó a lanzar preguntas de forma abrupta.
 –¿De qué va esto? ¿Qué hago aquí? ¿Quién eres?
El siniestro personaje permanecía ante él, impasible, sin dejar que ningún sonido se escapase de entre sus labios.
–¿Por qué haces esto? ¿Por dinero? ¿Es eso? ¿Es por dinero? –siguió preguntando el hombre atado a la silla.
El agresor no contestó. Como única respuesta se limitó a colocar su dedo índice sobre los labios, a modo de señal indicándole que se callase. Sorprendentemente y movido por una mezcla de nerviosa imprudencia y rechazo a sentirse dominado, el hombre hizo caso omiso de la orden.
–¿Quién eres?
Sin mediar palabra, el agresor levantó la mano izquierda y, utilizando el dorso de la misma, la dejó caer con toda la fuerza de la que pudo hacer uso sobre su rostro. El agredido se tambaleó en su silla, creyendo que nuevamente iría a dar de bruces contra el suelo. No fue así, pero la tremenda bofetada recorrió todo su cuerpo, como una onda expansiva, hasta alcanzar la punta de sus dedos. Fiel a su naturaleza, se mantuvo firme en su idea; no dejar que aquel monstruo viese su miedo. Lucharía cuanto fuese necesario.
–Dime quién eres, a qué viene esto. Me has secuestrado, me has inmovilizado y me tienes aquí retenido. Creo que tengo derecho a exigir respuestas.
El oscuro ser ladeó su cabeza como si de un perro curioso se tratase, mirándole fijamente. Esperó unos segundos y a continuación posó su pie sobre el pecho del hombre y de modo repentino le empujó hacia atrás. Antes de poder darse cuenta, la víctima ya había dado con su cabeza en el frío suelo, quedando allí abatido nuevamente, mareado y quejumbroso. Asiendo con fuerza las cuerdas que rodeaban el cuerpo del hombre, el tenebroso personaje tiró de él hasta devolverle a su posición original; ambos estaban frente a frente. El secuestrado, molido como estaba, persistió en su actitud, aunque ya con un ímpetu que empezaba a decrecer en intensidad.
–¿Por qué…? –logró gimotear.
El agresor escenificó nuevamente la señal de silencio y el hombre, asistido por un insospechado brío, aquel que acudía a él siempre que rechazaba una orden con la que no estaba de acuerdo, gritó.
–¿¡¡¡Por qué, hijo de puta!!!? ¡Dime algo! ¿Por qué haces esto?
Los siniestros ojos de oscura e incisiva mirada volvieron a clavarse en él. Después aquel personaje se le acercó agarrándole con fuerza la corbata y enrollándosela alrededor de la mano, de forma que el ejecutivo no tuvo más remedio que inclinarse hacia delante. Sin más, el agresor comenzó a golpearle mecánicamente, alternando los impactos de su puño izquierdo en cada lado de su cara. Uno de los golpes fue a dar contra su boca y el hombre pudo sentir como el labio inferior se le reventaba por uno de sus lados. Otro golpe… otro más… y otro. ¿Cuánto tiempo más podría resistir? Otro más. Cuando creía que las fuerzas le iban a abandonar, el suplicio se detuvo. Le costaba respirar, su rostro comenzaba a deformarse por la hinchazón, la sangre arrollaba por su nariz y se mezclaba con la que cada poco se veía obligado a escupir, pero un asomo de calor intentaba agolparse en su cabeza diciéndole que tenía que aguantar, que mientras consiguiese resistir seguiría vivo.
El malhechor dejó durante unos instantes a su descalabrado acompañante, que temblaba por la mezcla de frío y miedo, y se acercó al equipo de música para hacerse con un disco compacto del interior de un maletín metálico depositado en el suelo junto al aparato. Lo extrajo de su caja de plástico y lo introdujo en la bandeja del lector. El atribulado hombre no conseguía entender nada de lo que estaba sucediendo. ¿Qué razón había para poner música en un momento como aquel? Definitivamente, aquel sujeto tenía que ser un tarado. Un maldito tarado… y estaba jugando con su vida.
El agresor dejó el estuche del compacto sobre el equipo de música. En ese movimiento, el ejecutivo pudo advertir que se trataba del disco sencillo del tema “Lullaby” (“Canción de cuna”) del grupo británico The Cure.
–Vamos a crear un ambiente adecuado, ¿te parece? –dijo el agresor súbitamente, arrastrando las palabras de un desagradable modo para, a continuación, presionar el botón de reproducción.
Los primeros acordes de cuerda comenzaban a sonar, tétricos… oscuros… características afines a aquella habitación y a aquel personaje. La voz de Robert Smith, el vocalista del grupo, se deshacía en susurros.  
–Presta mucha atención a la canción –dijo el personaje acercándose, lento y sonriente, a la mesa de carnicero. Alargó su mano y la paseo cuidadosamente por los cuchillos allí colocados. Tomó uno de tamaño medio y hoja brillante y volvió al equipo de música, apoyándose en él. Aquella especie de mártir sabía lo que iba a ocurrir entonces. Lo sabía y le aterrorizaba, con lo que sus desesperados movimientos por liberarse se vieron unidos a temblores que el hombre difícilmente podía controlar.
El agresor sonrió.
 –¡Tranquilo! No estás aquí para bailar, así que déjalo, tu momento de diversión ha terminado por hoy.
El hombre no hizo caso y siguió forcejeando en su silla.
–¡Que te estés quieto! ¿Acaso quieres que te hunda esto en el estómago? –dijo mostrándole el arma blanca–. Antes de tiempo, quiero decir –sonrió.
El reflejo de la luz en la hoja del cuchillo recorría el rostro del ejecutivo con rápidos movimientos aleatorios, como si de una mosca luminosa se tratase; sus ojos se clavaban en la figura del agresor, que lentamente se dirigía hacia él; la voz de Robert Smith, de los Cure, narraba la escena como si la estuviese presenciando en ese mismo momento, contando la historia de una especie de monstruo deslizándose en la noche en busca de su víctima temblando en la cama.
–Hazme un favor, deja de una vez el baile y detente a escuchar la letra. Narra una pesadilla en la que se aparece un hombre araña con la intención de comerse a un pobre desdichado –sus palabras serpenteaban casi del mismo modo en el que lo hacía la canción.
“El hombre araña va a cenarme esta noche…” susurraba Robert Smith.
–Y tiene gracia, ¿no crees? Me refiero a lo sencillo de hacer realidad la canción. Aquí estás tú, atado de pies y manos, atrapado, indefenso, inmóvil… Y yo, yo soy ese hombre araña y he venido para comerte –dijo a la par que con el cuchillo realizaba un corte en una de las mejillas de su rígida víctima.
El torturado se convulsionaba, hacía esfuerzos por liberarse, pero todo parecía inútil. Mientras, aquel desequilibrado le miraba.
–Vaya, sí que eres necio. Está visto que no sabes quedarte quieto.
Siempre que había leído en los periódicos alguna noticia sobre secuestros y torturas, al igual que el resto de la gente, el ejecutivo había pensado que aquello tenía que ser algo horrible, pero ese “horrible” era un concepto demasiado abstracto, una especie de puerta que todos preferían mantener cerrada para no tener que indagar en el auténtico horror de una situación como aquella. Y ahora lo estaba experimentando, sintiendo el frío contacto de la hoja del cuchillo recorriendo su piel, buscando el momento para hundirse en su carne. Estaba saboreando la certeza de la muerte y no era horrible, era mucho más.
–No te conozco demasiado –prosiguió aquel siniestro individuo–, pero por lo poco que he visto sé que te mueves por la vida como si el mundo fuese tuyo, como si el camino de la vida estuviese hecho a tu gusto. En cierto modo tiene lógica. El mundo es tierra, pero no todo es arcilla, no todo es tan dúctil como piensas. Lo sé, no me lo digas. Siempre has creído que mereces la posición que ocupas. ¿A que sí? Sin embargo, lo que no sabías es que, en cualquier momento, alguien cuya existencia desconocías, alguien que posiblemente estaba debajo de ti iba a salir a tu encuentro para hacerte descender. ¿Verdad que nunca habías pensado en esa posibilidad?
Acto seguido, colocó la punta del cuchillo en una de las venas del antebrazo de su víctima, la hundió en la misma y la recorrió suavemente dejando que la sangre describiese, casi al ritmo de la música, sinuosos trazos rojos a lo largo de la piel. Después, con el mismo esmero y cuidado, procedió a repetir la operación en el otro brazo.
El hombre quería gritar, luchar, moverse, pero lo único que pudo hacer fue quedarse paralizado, mirando sus brazos teñidos de un rojo oscuro. No pasó mucho tiempo hasta que comenzó a sentirse débil, hasta experimentar una sequedad insoportable en su boca… La sangre teñía su pantalón al caer y formaba un brillante charco a sus pies. Su respiración comenzó a acelerarse y un leve mareo se apoderó de él. Todo a su alrededor se tornaba confuso, borroso y las notas musicales le envolvían empujándole hacia el sueño eterno.
Su piel se enfriaba y humedecía a la vez, su tez palidecía por momentos… y aquella canción parecía llegar de tan lejos… “Entra a mi recibidor –le dijo la araña a la mosca– tengo algo…” Ahora ya no luchaba, no se resistía, la pesadez en sus párpados era más fuerte que él y estaba abandonándose ya a aquella fría, pero dulce, sensación.
La canción estaba llegando a su fin, segmentos de cuerda ocupaban el espacio hasta quedar interrumpidos por una especie de puñalada. El ejecutivo volvió entonces a abrir los ojos de forma súbita al sentir la hoja del cuchillo hundirse hasta el fondo de su corazón.

1 comentario:

  1. Me recuerda a muchísimas películas,y eso no es malo. Quiere decir que está logrado. Muy duro lo que cuentas, me lo he imaginado. No entiendo muy bien por qué mata o por qué ha escogido a ese hombre, pero los locos es lo que tienen.

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